Julio Verne y
la ciudad de La Plata
Quizá no sea el trabajo del escritor más conocido entre nosotros, pero aquella circunstancia de la postulación platense motivó su renovada lectura en clave de anticipación, llegando a arriesgarse sin pruebas a la vista (¡cuándo no!) unas conexiones masónicas entre el arquitecto Pedro Benoit y el literato francés. Nicolás Colombo enumeró algunas de estas versiones “conspirativas” y legendarias en su artículo “La ciudad de Julio Verne”, publicado en El Día de La Plata en 2017. Lo cierto es que los detractores del proyecto de Dardo Rocha apelaron a las “ideas fantasiosas” de Julio Verne -aunque en términos muy generales y no específicamente referidos a Los quinientos millones…- para tildar de absurda aquella fundación del año 1882.
La obra es por momentos compleja, pues a la par de la trama novelesca complacida en el espionaje, contiene una formulación utópica epocal y una admonición moral acerca del poder del dinero, sumadas a un manifiesto político en clave de alegoría, que refleja los resentimientos que siguieron a la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Allí están los retratos intencionados del peor perfil alemán y del mejor perfil francés. Ello viene a recordarnos la advertencia de Miguel Salabert (en Julio Verne. Ese desconocido, Madrid, 1985) acerca del equívoco de “encasillar” a Verne en el anaquel de la “literatura infantil”, cuando sus obras, tras el ropaje del relato de aventuras, ocultan significados poéticos, filosóficos, científicos, políticos y simbólicos que difícilmente puedan captar los niños.
El argumento de la novela
La acción de Los quinientos millones de
la Begún comienza en octubre de 1871 (vale decir, nueve meses después de
la firma del armisticio franco-prusiano) y se extiende hasta 1876. Narra la
historia de una herencia fabulosa, “un caudal enorme, colosal, insensato” en
palabras de uno de sus protagonistas: quinientos millones de francos, en
apariencia vacantes, legados por la Begún o Begum, una princesa bengalí del más
alto rango.
La disputa por la herencia ocurre entre un
médico francés y un químico alemán, ambos parientes lejanos de la difunta, y
conduce al arbitraje de abogados ingleses (nótese que la llamada Conferencia de
Londres para poner fin a la guerra entre ambas naciones continentales había
tenido lugar, también, en enero de 1871). Una mediación que tampoco deja
bien parados a los británicos, ávidos de aumentar sus honorarios.
Pero el núcleo principal del argumento es
la construcción de dos ciudades opuestas en todo sentido, edificadas por los
contendientes a expensas de la suculenta herencia. En su caracterización
reina un eco maniqueo, aunque secularizado, del postulado de San Agustín de
Hipona en La ciudad de Dios: que “dos amores fundaron dos ciudades”. Pero
en este caso las razones teológicas van a ceder su sitio a las razones morales
e higiénicas.
Ambas ciudades estaban radicadas en los
Estados Unidos de Norteamérica, a diez leguas del Pacífico, al sur de Oregon.
La “distopia” urbana: Stahlstadt
La ciudad fundada por el inescrupuloso alemán
Herr Schultze se denominaba Stahlstadt, la Ciudad del Acero, donde se
fundían cañones de todas las formas y calibres, prácticamente indestructibles
merced a unos “secretos químicos celosamente guardados” y disponibles para el
mejor postor. Ya desde el comienzo, pues, la ciudad malvada y su malévolo
mentor traen los rasgos que, en la propaganda de los franceses, asumían
las factorías de Essen y la figura del consorcio familiar Krupp. Ciertamente,
como señala Salabert, aquella firma alemana fabricante de armas había exhibido
en la Exposición Universal de Paris de 1867 un cañón gigante que Verne tuvo
ocasión de ver.
La descripción del enclave alemán trasplantado
a América del Norte resulta opresiva: un rincón apartado, rodeado de
desiertos, aislado del mundo por un muro de montañas, a quinientas millas
de la población más inmediata. Verne agregaba que allí “se buscaría en vano un
vestigio de esa libertad que ha fundado el poder de la República de Estados
Unidos…” Una intuición distópica que, en opinión de algunas facciones
libertarias contemporáneas, no estaría tan lejos del presente.
La ciudad aparecía amurallada, clausurada con
puertas macizas y circundada por una línea de fosos y fortificaciones de
referencias medievales. El acceso al recinto sólo podía ser franqueado mediante
una contraseña o “pase” de tramite burocrático. Al primer muro exterior seguían
los carriles de un camino de hierro de circunvalación y, luego, otro muro
interior. Su planta era una circunferencia cuyos sectores, como radios de una
línea fortificada, permanecían independientes los unos de los otros, aunque la
muralla y el foso fueran comunes. No había, pues, convivencia en el
sentido propio dentro de la ciudad, ni espacios de recreo o de ocio, aunque si
la posibilidad de una eficaz vigilancia al modo de un panóptico, sobre
unos habitantes convertidos en números sin identidad.
Ya antes, Nicolás Maquiavelo había
dicho en el capítulo décimo de El Príncipe que las ciudades alemanas
eran “de tal modo fortificadas que si alguien piensa en su asalto, resulta
prolongado y difícil, porque todas poseen fosos y muros convenientes, y
suficiente artillería”. Quizá este cliché estuviera en la mente del autor.
Pero Stahlstadt era, además, una moderna urbe
industrial, con filas de edificios uniformes y grises perforados por ventanas
que “parecían más que cosas inertes, monstruos vivos”, y donde del ruido de las
máquinas era permanente y ensordecedor.
Según Pierre Versins, autor de Verne,
un revolucionario subterráneo, existen en los elementos de esta ciudad
algunos temas de anticipación futurista que Verne pudo obtener de fuentes
anteriores:
1-el gigantesco cañón que ya había aparecido
en escena en De la Tierra a la Luna, pero que, a su vez, había sido
introducido en 1728 por Murtagh Mc.Dermot en A trip to the Moon; y
2-la satelización de un obús teledirigido (que
tendría su mejor momento en la Primera Guerra Mundial) que, en este caso,
podría ser una idea original de la novela, aunque ya se conocían ensayos desde
décadas anteriores.
Quizá podríamos agregar, también, la
visión de la capacidad de destrucción masiva inherente a un arsenal químico y
algunas otras innovaciones como las “bombas en racimo”, las “conferencias
telefónicas” en tiempo real, etcétera.
La “utopía” urbana: France-Ville
Que el utopismo social y político no es una
idea original en Julio Verne resulta una obviedad, porque utopistas y utopías
los hubo desde el fondo de la historia de Occidente, hasta el presente: la
República de Platón. La Ciudad de Dios agustiniana, la New Atlantis de Bacon,
la Insula Utopi de Tomás Moro, la République de Bodin, la Ciudad de los Fins de
Kant, el anarquismo de Proudhom, la ciudad sin clases marxista… por no
mencionar los escenarios que vienen insinuando los profetas del globalismo
(desde el utopismo cibernético de Bill Gates hasta el pauperismo universal y
ecologista de Bergoglio).
Lo que tienen en común las utopías clásicas
-aquellas que metamorfosean e idealizan a la ciudad óptima según las matrices
culturales dominantes- es su carácter “mítico”. La ciudad ideal, en
cualquiera de sus formulaciones históricas, es un mito, o sea, la expresión
imaginaria de un arquetipo que, ya desde la etimología griega de la misma
palabra utopía, nos advierte que su implantación no se verifica en “ningún
lugar”. De eso se trata la tesis de Roger Muchielli, El mito de la
ciudad ideal (1960).
Pero mientras la versión antigua de la utopía
se orientaba hacia el logro de la “concordia” civil, su versión moderna parte
de objetivos ideológicos y “constructos” tales como la revolución, o la
igualdad o el bienestar burgués. Más aún, en el conjunto de la Modernidad
adviene una utopía de carácter “higienista” que Verne asume como propia y que,
quizá hoy, pueda revestirse del envase posmoderno que provee el utopismo
ecologista.
Más todavía, mientras en las anteriores
utopías políticas y sociales existía una primacía de los fines morales, y su
urbanismo resultaba un accesorio por añadidura, en los imaginarios
primariamente higienistas la morfología urbana pasa a ocupar el centro de
la escena y es la causa de los subsiguientes beneficios sociales que se
corresponden con una convivencia moralmente satisfactoria.
Volvamos entonces a Verne y a su ciudad ideal,
edificada, lógicamente, por el protagonista francés, el doctor Sarrasin,
cuya personalidad está hecha toda de delicadeza, honradez, cultura y
filántropa, es decir, en las antípodas psicológicas y éticas de su símil
alemán.
El modelo es, pues, la versión higienista de
la utopía urbana, marcada por las tendencias epocales que encontraron cauce
teórico en Charles Fourier, entre otros, y desarrollos prácticos en diversas
reformas de la infraestructura y la normativa en las principales capitales
europeas, como por ejemplo el Acta de Salud Pública de Londres de 1848.
En la descripción pintoresca y bucólica de
France-Ville, el contraste con la sordidez lúgubre y pegajosa de la Ciudad del
Acero acentúa las motivaciones sanitarias del buen doctor Sarrasin: las
aglomeraciones humanas son focos de infección que, al provocar enfermedades y
disminuir la salud, hacen decrecer las fuerza productivas. La ciudad ideal
sería algo así como un modelo ecuménico para la humanidad entera y en ella
todos encontrarían empleo.
El espíritu progresista romántico y
anticlásico del nuevo paradigma quedaba resuelto en la cuestión del nombre.
Dice Sarrasin ante el Congreso de Higiene: “Guardémonos de dar a la futura
ciudad ninguno de los nombres que bajo el pretexto de derivarse del griego o
del latín, dan un aspecto de parentesco a las cosas. Será la ciudad del
Bienestar, pero yo pido que su nombre sea el de mi Patria y que la llamemos
France-Ville”. Y agrega el autor que de ese modo se la consideró ya
“verbalmente fundada”, supliendo con el solo consenso científico los mandatos
del rito tradicional encarnados en el “homo conditor” del mundo antiguo.
La recuperación del orgullo nacional francés,
herido ahora por la derrota ante Alemania, ya venia siendo ensayada a través de
la búsqueda de expresiones culturales vernáculas por parte de Chateaubriand,
Viollet.le-Duc, Victor Hugo o Próspero Mérimée, como ideólogos de un
neogoticismo literario y artístico refractario al canon clasicista del Imperio
napoleónico. Era la reivindicación de una identidad que hundía sus raíces
en el pasado galo y franco, de los merovingios, los carolingios y los capetos,
y que llegó al cenit cuando Napoleon IIIº mandó a erigir la enorme estatua del
caudillo Vercingétorix, el enemigo de los romanos…aunque dotada de sus
propios rasgos fisiognómicos. Muchos años más tarde llegarían al imaginario
popular francés Astérix y Obelix.
El emplazamiento elegido para France-Ville era
un terreno fértil y salubre, próximo a una cadena de montañas que detenía los
vientos desfavorables, dejando pasar la brisa del Pacifico. Estaba surcada por
un riachuelo de agua dulce, fresca y oxigenada, y dotada de un puerto natural
fácil de ensanchar. Un “comité de organización” estaría a cargo de la concesión
de las tierras, la mensura y otras tareas topográficas, lo mismo que la
edificación, que sería planificada y dirigida por europeos, aunque
concretada con mano de obra china (como el tendido del ferrocarril del
Pacifico en los Estados Unidos).
Sin imponer una tipología uniforme, sin
embargo, los edificios debían ajustarse a un decálogo de normas tales
como el perímetro libre de las construcciones, viviendas unifamiliares, lotes
arbolados, retiro de la línea municipal, ubicación de las cocinas en la planta
alta de las casas, pisos interiores de madera, paredes revestidas con ladrillos
lavables, chimeneas con conductos de ventilación subterráneos etcétera.
También se regulaba el ordenamiento general
urbano: dotación inicial de edificios públicos como iglesia, museos,
bibliotecas, escuelas y gimnasios, calles empedradas con madera y veredas de
piedra, pocos hospitales (solo reservados para casos urgentes o para
extranjeros), calles cruzadas en ángulos rectos y forestadas con arboles y,
cada quinientos metros, el ensanche vial a través de un bulevar o alameda, con un
carril para transporte público, plazas dotados de jardines con esculturas etc.
Curiosamente, en tan minucioso planeamiento
del espacio público, Verne omite el cementerio, un tema complicado desde el
punto de vista sanitario y donde la propuesta de cualquier método
industrial de eliminación higiénica hubiera chocado con el pudor cristiano de
la época.
He allí plasmado el mito de la perfección
urbana, cuyos efectos morales se trasladarían inmediatamente a la totalidad de
la vida social, material e intelectual. France-Ville sería una “nueva Atenas,
francesa de origen”. Y frente a ella, Stahlstadt se erguía como una amenazante
Esparta, porque según Verne, el rey del acero odiaba la obra de Sarrasin y
ansiaba destruirla, como en palabras de San Agustín, el demonio odiaba a la
ciudad de Dios.
La viñeta dibujada por Verne era, en
definitiva, la metáfora triunfal de una posguerra contrafáctica, con la
cual el escritor intentaba redimir el honor lastimado de su patria, y
evocaba los odios residuales de aquella contienda donde, como había dicho
Federico Nietzsche, no necesariamente había salido victoriosa la superioridad
moral del vencedor, sino más bien la supremacía tecnológica y la destreza
puramente militar.
En cualquier caso, tal vez ello fuera, además,
una lección que Verne ponía delante de sus compatriotas, ya que al final de la
novela, muerto Schultze y pasados sus caudales a manos de Sarrasin, al menos
los adelantos de Stahlstadt en materia de tecnología bélica pudieron ser
aprovechados en favor de la defensa de France-Ville contra un futuro
agresor. El sentido de la organización y la eficiencia alemanas podía ser
un motivo de admiración para muchos franceses que evaluaran objetivamente
la derrota de 1871.
Verne, utopista-urbanista
Julio Verne se interesó explícitamente en las
cuestiones urbanísticas y no es de extrañar que estuviera de sobra
familiarizado con las obras teóricas de su época y con las iniciativas
empíricas. Téngase presente su costumbre de suscribirse a cuanta revista
científica circulara, en cualquier idioma. Un cierto ambiente de utopía
urbanista era perceptible en Francia en los tiempos en que escribía sus novelas
y se aventuraba, además, en la política. Era el mismo ambiente que rodeó,
en nuestro territorio, la fundación de ciudades rupturistas como La Plata, o,
incluso antes, el pueblo veraniego de Almirante Brown (luego llamado Adrogué).
La intención de Verne en cuanto a ofrecer una
antítesis de concreciones urbanas en Los quinientos millones de la Begún quedaba
explícita en uno de los títulos alternativos propuestos y que, según Salabert,
fue descartado por su editor: Historia de dos ciudades modelos.
Ya antes de publicar Los quinientos
millones…,, Verne había pronunciado una lectura en la Academia de Amiens,
titulada “Amiens en el año 2000″, y luego publicada bajo el título de “Amiens
la ciudad ideal”.
Un dato más revelador acerca de las ideas de
Verne en esta materia es su participación como candidato en las elecciones
municipales de Amiens en 1889, integrando una lista “ultra-roja” sumamente
progresista. El propio Verne justificó su filiación explicando que deseaba
ocuparse de cuestiones de “urbanismo” y que el partido donde participaba era, a
su juicio, el más cercano al triunfo electoral. Su coartada era bien
pragmática.
Marcel Moré ve en esta suerte de excusa una
máscara deliberada de sus ideas políticas. Tal vez así sea, pero lo cierto es
que el hecho guarda coherencia con la conferencia de 1875 y con la novela de
1879, y bien podría ser el corolario llevado a la acción, de concepciones
teóricas de vieja decantación en su cabeza.
Un viaje realizado en marzo de 1867 a los
Estados Unidos le ofreció la ocasión de visitar y describir la ciudad de
Nueva York, a la cual encontró monótona a causa del damero de calles y
avenidas cortadas en ángulo recto, “apenas más variado que un tablero de
ajedrez” escribió. Curiosamente este esquematismo de la cuadrícula, tan
acostumbrado para los porteños, lo adoptó doce años más tarde al planificar
imaginariamente a France-Ville ¿Una maduración racionalista del utopismo
romántico, influenciada por su percepción empírica de Norteamérica? Quizá.
Ciertamente, los rasgos emprendedores de los norteamericanos (ya advertidos
en De la Tierra a la Luna) los pudo comprobar in situ y no son ajenos al
carácter ejecutivo del doctor Sarrasin, el héroe planificador de France-Ville.
Tampoco es casual que el enclave de la ciudad ideal sean las cercanías de las
costas del Pacifico.
En cualquier caso, si nos parece natural
reconocer en Verne a un burgués progresista del Segundo Imperio y la Tercera
República, su progresismo no parece alinearse con el ideario ortodoxamente
socialista y mucho menos comunista, sino más bien revela una tendencia
anarquista y nihilista, un “romanticismo científico”, aunque suene
contradictorio, tanto como la coexistencia de ciertas simpatías “orleanistas”
con su adscripción al liberalismo revolucionario de 1848… Al fin y al
cabo el capitán Nemo, el héroe verneano par excellence, luchaba
por la liberación de los pueblos oprimidos con el estandarte negro del
nihilismo (incluso su nombre en latín significa “Nadie”), pero lo hacía
dotado de un instrumento altamente tecnológico, el submarino “Nautilus” …
Para finalizar, entonces: ¿pudo Julio Verne
haber imaginado la ciudad de La Plata? Ni podría afirmarse con certezas
documentales, ni podrían analogarse por entero los rasgos de la capital
bonaerense con aquellos otros de la ciudad idealizada en la novela. Imaginó
sin duda una ciudad inspirada en indicadores de higiene epocales, similares a
los que confluyeron en el diseño territorial de La Plata partiendo desde cero,
aunque en la traza de France-Ville falten las inconfundibles diagonales, y
en su edilicia no aparezcan las tradicionales medianeras italianizantes de la
arquitectura platense.
Alguna vez, conversando con el historiador de la arquitectura Alberto S. J. de Paula, nos salió al cruce este interrogante. Y la respuesta del querido amigo y maestro fue que, si quisiera hallarse un símil entre la ciudad utópica que Verne imaginó en Los quinientos millones… y algún caso en nuestro país, no sería precisamente La Plata el mejor ejemplo, sino más bien Mar del Plata o Adrogué, como modelos cargados de un rupturismo pintoresco e higiénico, ya desde su concepción.
¡De creer o reventar!, pero lo cierto es que
el novelista y escritor francés, Julio Verne, habría realizado una
referencia al trazado que luego se haría en ciudad de La Plata en su
libro “Los quinientos millones de la Begun”.
La novela de Verne fue prepublicada de manera
seriada en la Magasin d'Éducation et de Récréation desde el 1 de enero
hasta el 15 de septiembre de 1879, mientras que en 1882 la ciudad de La
Plata sería fundada.
Siguiendo la corriente higienista de la época,
Julio Verne escribió el libro en donde se describen dos ciudades que se
construyen desde cero. Una utópica y moderna a la que denominó France-Ville,
en donde se la ve ordenada y limpia, y la segunda; Stahlstadt, la Ciudad del
Acero, ciudad-fortaleza repleta de secretos en la que se produce en sus
fundiciones todo tipo de armas para cualquier país o potencia que pueda
pagarlas.
En ese marco, en el documental “La Plata
contada” de Sebastián Díaz, el historiador Martín Epeloa afirmó
que “‘Los 500 millones de la Begún’ plasma la idea de una ciudad
construida desde cero, libre de todos los vicios de las grandes capitales
europeas y aquí es donde apenas en un párrafo se describe su traza: un polígono
regular de cuatro lados; con cruces diagonales, en cuadrículas, con bulevares y
espacios verdes que se disponen cada 500 metros (en La Plata son cada 6
calles)".
Asimismo, el historiador y comunicador
indicó: "El parecido es asombroso. Y la novela de Verne se publica
tres años antes que La Plata se proyecte y se funde. Verne lo plasmó en un
libro; Dardo Rocha, Pedro Benoit y sus colaboradores lo materializaron. Lo
hicieron posible”.
Julio Verne y Pedro Benoit
Una de las hipótesis que se abaraja, es una
supuesta visita del novelista a la Argentina en 1870 en un congreso de masones.
Según el sitio del historiador Nicolás Colombo
(Misterios de La Plata), Pedro Benoit y Dardo Rocha también pertenecían a las
logias masónicas. Y por consiguiente pudieron tener contacto con Julio Verne y
conocer sus ideas urbanísticas traídas del viejo continente.
https://infocielo.com/la-plata/masoneria-y-novelas-fantasticas-asi-se-diseno-la-plata-n753866
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