El Libro de los Abrazos
Eduardo Galiano
En esta oportunidad queremos rescatar en la obra El libro de
los abrazos, dos menciones, una en forma particular a los albañiles, recordemos
que francmasón tiene ese significado. La segunda dejando una visión un poco decepcionada.
El origen del mundo
Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo un niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: Él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones. - Pero papá - le dijo Josep llorando - si Dios no existe, ¿Quién hizo el mundo? –
Tonto - dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto -. Tonto.
Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
Nombres /3
Me firmo Galeano, que es mi apellido materno, desde los
tiempos en que comencé a escribir. Eso ocurrió cuando yo tenía diecinueve años,
o quizá apenas unos días, porque llamarme así fue una manera de nacer de nuevo.
Antes, cuando era un chiquilín y publicaba dibujos, los firmaba Gius, por la
difícil pronunciación española de mi apellido paterno (Hughes se llamaba mi
tatarabuelo galés, que a los quince años se hechó a la mar en el puerto de
Liverpool y llegó al Caribe, a Santo Domingo, y tiempo después a Río de
Janeiro, y finalmente a Montevideo. Allí arrojo su anillo de masón al arroyo
Miguelete, y en los campos de Paysandú clavó las primeras alambradas y se hizo
dueño de tierras y de gentes, y hace más de un siglo murió, mientras traducía
al inglés el Martín Fierro). A lo largo de los años he escuchado las más
diversas versiones sobre ese asuntito de mi nombre elegido. La versión más
necia, me ofende a la inteligencia, me atribuye una intención
anti-imperialista. La versión más cómica supone fines de conspiración o
contrabando. Y la versión más jodida me convierte en la oveja roja de mi
familia: me inventa un padre enemigo y oligárquico, en lugar del padre real que
tengo, que es un tipo macanudo, que siempre se ha ganado la vida con su trabajo
o con la buena suerte que tiene en la quiniela. El pintor japonés Hokusai
cambió de nombre sesenta veces por celebrar sus sesenta nacimientos. En el
Uruguay, país formal, lo hubieran enjaulado por loco o alevoso simulador de
identidad.
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