Johann
Wolfgang Von Goethe
28 de agosto de 1749 – 22 de
marzo de 1832
Frankfurt, Alemania
Escritor, científico, pintor, economista y filósofo.
En palabras de George Eliot (1819-1880) fue «el más grande hombre de letras alemán... y
el último verdadero hombre universal que caminó sobre la tierra». Su obra,
que abarca géneros como la novela, la poesía lírica, el drama e incluso
controvertidos tratados científicos, dejó una profunda huella en importantes
escritores, compositores, pensadores y artistas posteriores, siendo
incalculable en la filosofía alemana posterior y constante fuente de
inspiración para todo tipo de obras. Su novela Wilhelm Meister fue
citada por Arthur Schopenhauer como una de las cuatro mejores novelas
jamás escritas, junto con Tristram Shandy, La Nouvelle
Heloïse y Don Quijote. Su apellido da nombre
al Goethe-Institut, organismo encargado de difundir la cultura alemana en
todo el mundo.
El propio Goethe narró su vida en un libro
autobiográfico, Poesía y verdad (1811 y ss.), que llega hasta el año
1775, cuando se pone al servicio del príncipe heredero Carlos Augusto
en Weimar.
Nació en Fráncfort del Meno, hijo de Johann Caspar
Goethe, un abogado y consejero imperial que se retiró de la vida pública y
educó a sus hijos él mismo, bajo la máxima de no perder el tiempo en lo más mínimo,
y de Katharina Elisabeth Textor, hija de un antiguo burgomaestre de Fráncfort.
Estas vinculaciones familiares le pusieron en contacto desde el principio con
el patriciado urbano y la vida política.
De inteligencia superdotada y provisto de una enorme y
enfermiza curiosidad, hizo prácticamente de todo y llegó a acumular una
omnímoda o completa cultura. En primer lugar estudió lenguas, aunque sus
inclinaciones iban por el arte y nunca, a lo largo de toda su vida, dejó de
cultivar el dibujo; al tiempo que escribía sus primeros poemas, se interesó por
otras ramas del conocimiento como la geología, la química y
la medicina.
Goethe estudió Derecho en Leipzig (1765);
allí conoció los escritos de Winckelmann sobre arte y cultura
griegas, pero una grave enfermedad le obligó a dejar los estudios en 1768 y
volver a Fráncfort. Katharina von Klettenberg, amiga de su madre, le cuidó y le
introdujo en el misticismo pietista, que ponía su énfasis en el
sentimiento dentro de la confesión protestante; por entonces compuso sus
primeros poemas.
Retomó los estudios en 1770 en Estrasburgo y los
concluyó al año siguiente. Esos dos años allí fueron muy importantes para él:
conoció a Friederike Brion, que le inspiró la mayoría de sus personajes
femeninos, y trabó amistad con el teólogo y teórico del arte y la
literatura Johann Gottfried von Herder. Herder le introdujo en la poesía
popular alemana, le descubrió el universo de Shakespeare y le liberó
definitivamente del Neoclasicismo francés y de la confianza en la
razón de la Aufklärung alemana.
Empezó a hacer prácticas de abogacía en Wetzlar y
colaboró con Herder en la redacción del manifiesto fundador del
movimiento Sturm und Drang («Tempestad e ímpetu»), considerado el
preludio del Romanticismo en Alemania: Sobre el estilo y el arte
alemán (1772). En esta obra se reivindica la poesía de James
MacPherson(Ossian) y de Shakespeare. Otra vez de vuelta en Fráncfort,
escribió la tragedia Götz von Berlichingen (1773) y al año
siguiente su novela Las cuitas del joven Werther (1774). La inspiración
del Werther la había encontrado a mediados de 1772, cuando hacía
prácticas de abogacía en el tribunal de Wetzlar: se había enamorado
de Charlotte Buff, novia y prometida de su colega, también abogado en
prácticas, Johann Christian Kestner, y Karl Willhelm Jerusalem, otro
abogado atormentado por un amor no correspondido, se suicidó utilizando una
pistola prestada por Kestner. Goethe unió ambas historias para su
novela Werther, en parte epistolar, y alcanzó un éxito tan grande al
representar en la figura del protagonista el desencanto de las jóvenes
generaciones, que suscitó una epidemia de suicidios de adolescentes en el país.
El mismo año que el Werther (1774) Goethe publica
su drama Clavijo mientras intentaba abrir con poca fortuna un bufete
de abogado en Fráncfort, y en la primavera de 1775 se comprometió con la hija
de un banquero de la ciudad, Lili Schönemann. Sin embargo, las diferencias
sociales y de estilo de vida entre ambas familias terminaron por desbaratar
este compromiso, que no llegó a formalizarse en matrimonio. El noviazgo terminó
en el otoño de ese mismo año y, ansioso de escapar de este ambiente, no dudó en
aceptar la invitación a la Corte de Weimar de Carlos Augusto de
Sajonia-Weimar-Eisenach, heredero del ducado de Sajonia-Weimar. Tras
publicar su Stella (1775), marchó inmediatamente hacia Weimar, huyendo
prácticamente de dos cosas: el compromiso sentimental con Lili Schönemann y el
ejercicio de la abogacía.
Al servicio del príncipe heredero Carlos Augusto fijará
su residencia en Weimar ya hasta su muerte. No obstante, las
numerosas tareas que éste le encomendaba le hicieron abandonar la literatura
durante casi diez años, a pesar de que Ana Amalia de
Brunswick-Wolfenbüttel, madre de Carlos Augusto, había empezado a crear un círculo
de intelectuales con el preceptor de su hijo, Wieland, y lo amplió al
incluir en él a Goethe y posteriormente a intelectuales tan destacados
como Herder y Friedrich von Schiller; fugazmente pasaron también
por allí Jakob Michael Reinhold Lenz y Friedrich Maximilian
Klinger. Goethe destacó enseguida y pasó de ser consejero secreto de legación
(1776) a consejero secreto (1779), y finalmente se convirtió en una especie de
ministro supremo. Otra de sus funciones fue la supervisión de la Biblioteca
ducal, que bajo su dirección llegó a ser una de las más importantes de
toda Alemania.
Inicia en esa época sus investigaciones científicas.
Interesado por la óptica, concibió una teoría distinta a la
de Isaac Newton sobre los colores y también investigó en geología, química y osteología,
disciplina esta última en que descubrió el hueso intermaxilar en
marzo de 1784, que pone una de las primeras piedras en la teoría de la
evolución del hombre, aunque en esto se le adelantó por muy poco el anatomista
francés Vicq d'Azyr, lo que le supuso una gran frustración. Las cartas
a Charlotte von Stein dan fe de esta época de su vida, envuelta en
todo tipo de encargos y gestiones para reformar el muy pequeño y humilde Estado
de Weimar.
Desde un puesto tan importante tuvo la oportunidad de
relacionarse con la alta aristocracia y conoció a personajes notables,
como Napoleón Bonaparte, Ludwig van Beethoven, Friedrich von
Schiller y Arthur Schopenhauer. En 1782 fue añadida la
partícula von a su apellido por el mismo Duque Carlos Augusto pese
a las protestas de la nobleza, para formar parte de la Corte con un cargo
equiparable al de los restantes ministros, pertenecientes todos a ella.
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Retrato de Goethe (1749-1832)
ejecutando el signo de fe
Ingresó en la Masonería el 11 de febrero de 1783,
aunque según el escritor masónico Lorenzo Frau Abrines, la fecha de su
ingreso es anterior, el 23 de junio de 1780, dentro de la
efímera logia Amalia, en Weimer que abatió columnas dos años
después.
En 1830, dos años antes de su muerte, Goethe compuso un
poema titulado Para la fiesta de San Juan de 1830 en ocasión de celebrarse su
cincuentenario como miembro de la masonería. A su condición de masón y a
su paso por la Masonería, así como a otras aficiones que al parecer cultivó, se
atribuye influencia en su obra, especialmente en Fausto.
Goethe frecuentó las logias durante cincuenta y dos años, lo
que explica que sus obras desarrollaran claros temas iniciáticos, desde Los
años de aprendizaje de Wilhelm Meister hasta el primero y segundo Fausto.
En la logia Amalia Goethe tuvo diversas e interesantes
intervenciones en trabajos de logia, especialmente mediante la lectura de
poesías. También escribió la novela de claro sentido masónico; Los años de
aprendizaje de Wilhelm Meister (1796) y la novela en verso Hermann y Dorothea
(1798). Es muy interesante, desde el punto de vista esotérico, su cuento La
serpiente verde. Concibió el ideal educativo masónico como el perfeccionamiento
del individuo y de la Humanidad a través de la potenciación de su vida
interior.
POEMAS
MASÓNICOS DE GOETHE
Con motivo de la publicación
en 1776 del libro de Schelling Von der Weltsseele (Del alma del mundo),
Goethe escribió un poema en Marzo de 1802 inspirado en sus ideas
masónicas:
ALMA
DEL MUNDO
¡Por todas las regiones del mundo repartíos,
desde este convite santo! ¡A través de estas zonas próximas hacia el todo marchad e iluminadlo!
Ya en lontananza, ciérnese ante vosotros
sacro, divino ensueño, y flamante refulge, amable el astro, en el espacio luminoso, etéreo.
Seguid, seguid más lejos todavía,
cometas poderosos. Cruzad el laberinto de soles y planetas con ritmo veloz y loco.
¡Volad raudos en busca de tierras aún informes
y en ellas vuestra fuerza juvenil y creadora ejerced de manera que vida cobren siempre cada vez más pujante y más arrolladora!
En giros circulares surcad la inquieta atmósfera,
vasto campo cambiante, y asignad a l piedra en todas sus cavernas, sólida forma estable.
Que todo con divina osadía y se esfuerza
por recuperar su ser; fecundar ansía el agua lo infecundo y un venero de vida el polvo es.
¡De la noche la lóbrega humareda
con amoroso esfuerzo disipad; ved cómo con fulgores policromos el Paraíso resplandece ya!
Ved qué tropel de seres se levanta
para bañarse en es luz divina; cual la primer pareja ante esa gloria arrobados quedáis en dulce dicha.
Ya en un mutuo dichoso parpadeo
truécase aquel esfuerzo colosal, y la vida más bella, agradecida, del todo al todo vuelve sin cesar. |
El 5 de Septiembre de 1814
leyó en logia el poema Symbolum con motivo de la iniciación de su hijo
Augusto en la logia Amalia:
SYMBOLUM
Del cantero las andanzas
a la vida se asemejan, y su esfuerzo es comparable a los afanes del hombre sobre la haz de la tierra.
El porvenir encubre
Dolores y alegrías. Paso a paso, marchamos hacia delante siempre, sin que el temor nos rinda.
Allá, a lo lejos, muéstrase
imponente una cúpula, sobre la cual, arriba reposan las estrellas; y abajo, en paz, las tumbas.
Miradla atentos; veréis
cómo erráticos temblores y hondos, graves sentimientos, en el pecho de los héroes se despiertan al momento.
Mas no haya temor; que arriba
están llamándoos las voces de los genios y maestros: “No perdáis tiempo, mortales, servid al bien con denuedo”.
Aquí, en silencio perenne,
téjense bellas coronas, que habrán de ceñir las sienes de quien por el bien labora. ¡Animo, pues, y a la obra! |
El 29 de diciembre de 1815
Augusto von Goethe leyó en la logia Amalia estos versos escritos por su padre
dando gracias por haber sido recibido en ella:
GRACIAS
DEL CANTOR
Mucho se habla de cantores
que llegaran a un palacio, mansión de toda abundancia, y fueran agasajados:
Pero ¿qué palacio puede
sostener el parangón con este fraterno hogar, que nos brinda su calor?
No inquirís de dónde vengo;
todos de arriba venimos; pero libre canta el libre, y elogiar a los hermanos debe serle permitido.
¡El canto el pecho dilate
y haga que toda tristeza y toda angustia en el aire se disipe y desvanezca!
De este modo, yo las gracias
os doy que daros quería, y con puro y grácil canto os rindo mi pleitesía.
Solo falta ahora ese ruido
que escuchamos con tal gusto, doquiera, cuando en silencio vemos crecer nuestro número. |
Con motivo de la muerte de
la princesa Carolina von Weimar-Eisenach (por matrimonio princesa heredera
von Mecklengurg-Schwerin) el 20 de enero de 1816, la única hija de Carlos
Augusto, Goethe escribió este poema:
TENIDA DE
DUELO
(Trauerloge)
De la vida en la yerma ribera
donde las dunas se apilan, y en la sombra el trueno ruge, de tu esfuerzo por la meta.
Bajo ya borrados sellos,
mil abuelos allí yacen, ¡ay!, bajo nuevas colinas, de amigos que allá se fueron.
Ya que seguirnos quisiste,
clara en tu torno la noche resplandeza y las estrellas el recuerdo inmarcesible te lleven de aquellas horas en que aquí, fiel laborando con nosotros estuviste, antes que a los inmortales caros seres, también fiel, fueras, presuroso, a unirte. |
Goethe compuso otro poema
con motivo del pase de su hijo Augusto al grado de compañero en diciembre de
1815. Los primeros versos aluden a los desposorios de Augusto:
SILENCIO (Verschuinegenhit)
Cuando, al responder la amada,
lanza miradas de amor ebrio de dicha el poeta canta como un ruiseñor. Pero, no obstante, el silencio inspira más confianza; ¡quedo!, ¡quedo!, ¡calla ahora! Esta es la dicha colmada.
Cuando entre el bélico estruendo
de atambores y trompetas el guerrero al enemigo con furia acosa, certera la fama triunfal acoge de buen grado, porque lleva implícito ese respeto que el obrar bien nos granjea.
Nosotros, hermanos fieles,
sabemos algo que ignoran los demás, y hasta los cantos aquí en sordina se arropan. Lo que aquí confiadamente hablamos, queda en secreto: que silencio y confianza la base son de este templo. |
En el siguiente poema,
Goethe reflexiona sobre el Dios ignoto y desconocido al que tal vez
solo cabe acercarse mediante símbolos:
PROEMIO (marzo de 1816).
En el nombre de Aquel que a sí mismo creóse
y que desde lo eterno la creación se ejercita; en cuyo nombre son fe, confianza, amor, actividad, fuerza, energía; en el nombre de Aquel que tantas veces se nombra y, sin embargo, permanece cual entidad ignota, incognoscida.
Doquiera el oído alcanza y la pupila,
solo algo conocido a El semejante encuentras, y por más que osado vuele tu espíritu, tendrá que contentarse con símbolos e imágenes tan solo. Tira de ti, con fuerza te arrebata, y doquiera tú vas tu senda adorna; te cansas de contar las horas raudas, y según vas andando, cada paso es algo que tu cálculo desborda.
¿Qué Dios aquel sería que desde fuera,
al compás de su dedo, el universo en círculo girar constante hiciera? No; lo propio de un Dios más bien estimo mover el mundo desde dentro, y dentro de Natura moverse y en sí mismo llevar a la Natura, de tal suerte que cuanto en él alienta y late es de su espíritu y fuerza ni un momento se vea desamparado alguna vez.
También un universo hay en lo íntimo;
tal lo percibe el pueblo, que acostumbra con práctica laudable y claro atisbo Dios llamar; y su Dios, a lo mejor de cuanto cielo y tierra manifiestan, y su temor rendirle y hasta donde ello es posible tributarle amor. |
Poesía compuesta en 1820
con motivo de la fiesta celebrada
en la logia Amalia con ocasión del cumpleaños de la finada duquesa Amalia:
BRINDIS
CONTESTACIÓN DE LAS HERMANAS
(Gegen coast der Schwertern)
A nadie nuestras gracias, aunque puedan a alguna parecer desenfadadas, deben hacerle que su ceño frunza, ya que estamos de fiesta en nuestra casa.
Nosotras, las mujeres, dar debemos
gracias a los hermanos que se placen, cuando escrutan los íntimos misterios, en admitirnos, a su lado, amables.
Y hoy, al alzar nuestros cantos
en honor de Amalia ilustre, unirnos debemos todos, los que inunda en clara lumbre.
Sin que turbar pretendamos
vuestros cánticos sagrados, decidnos: sin las hermanas, ¿qué sería de los hermanos? |
El 6 de octubre de 1821
Goethe compuso un poema para mostrar su creencia en que aunque el todo ha de
caer en la nada para seguir existiendo, siendo ello tan solo a la destrucción
física de las entidades individuales, y no la destrucción del alma que sigue
perdurando como entelequia:
UNO
Y TODO
(Eins und Alles)
En lo infinito encontrarse
do el individuo se pierde, pone fin a los pesares; renunciar dando de lado a deseos, esfuerzo y lucha, es un placer inefable.
¡Alma del mundo, penétranos!
¡Que es el unirse contigo de nuestra fuerza la meta; y así los númenes buenos y los maestros aspiran con lo que todo lo crea a unirse en fusiones íntimas!
Transformado lo creado
para que no se entumezca la acción que obra sin descanso, labora constante, eterna. Lo que no fue, será luego claro sol, vistosa tierra, nada nunca ha de estar quieto.
Todo en laboreo constante,
en incesante creación ha de estar; lo ya formado cambia de aspecto y color; tan solo por un momento inerte nos pareció. Lo eterno en todo se mueve laborando sin cesar, que caer en la nada debe siempre el todo a su pesar, si es que en su propia existencia aspira a perseverar. |
Goethe compuso un poema el
30 de julio de 1825 y se lo envío a Hummel para que le pusiera música con el
fin de celebrar en logia el 50 aniversario del príncipe Carlos Augusto. Dicha
tenida tuvo lugar el 3 de septiembre de 1825:
PRELUDIO
(Zur Logenfeier)
Por más cosas que nos pasen
solo una vez en la vida, se nos depárale supremo goce que entraña este día.
Día que surgiendo esplendente
de la noche, el mundo adorna de luz y color, y luego en dulce ocaso reposa.
Abrid, pues, amplias las puertas
y que los íntimos entren. Que hoy, doquiera los amigos estrechar sus filas deben. |
En el siguiente poema leído
en logia, Goethe celebra el trabajo másonico dedicado a la docencia y la
beneficencia. Por ejemplo, en la estrofa tercera se alude a una escuela
municipal recién construida:
CANTO
FINAL
(Schlussgesang)
¡Sus y elevad vuestras voces,
oh fraternales amigos! ¡Romped el secreto ahora de vuestros sentires íntimos! ¡Y que el canto se desborde fuera de aqueste recinto!
¡Con estuendosa alegría
por nuevas sendas se arroje! Que donde antes no había nada hoy se alzan nobles mansiones y cadenas que guirnaldas su festiva gala ponen.
El exterior edificio
íntima alegría delata; de la escuela el breve espacio en gran salón se dilata, y apreturas y humedades ya a los chicos no atarazan.
¡Sus a los libres espacios!
¿Quién plantó aquí esta floresta Que tanto alegra a los niños? El mismo que de verdor y sombra vistió la selva.
¡Olvidemos, pues, lo malo
y lo bueno celebremos, y con acentos festivos cantos leales, elevemos a los aires nuestro canto, que a coro sale del pecho!
¡Y a lo largo de esta vida
repitamos sin cesar todo cuanto le debemos a su prodigalidad, todo el bien que en esta tierra él se complació en sembrar! |
En la tenida fúnebre
realizada en la Logia Amalia por la muerte de Goethe el 9 de noviembre de
1832, fue leído este poema suyo:
INTERMEDIO
(Zwischengesang)
Lo efímero dejad que allá se vaya,
que pedirle consejo sería en vano. En lo pasado es donde el bien alienta en bellos actos inmortalizado.
Gracias a eso, lo que vive cobra,
a través de los siglos, nueva fuerza; que al hombre sólo lo hace perdurable una firme intención que persevera.
Y así, su solución halla ese grave
problema de otra vida después de esta: que lo que de este mundo permanece nos garantiza posesión eterna. |
POEMAS
A LA CAMARADERÍA
Las sodalicias canciones
unen más los corazones.
Gesellige Lieder, “Zum
neuen Jahr” fue recitada el día de San Silvestre de 1801 en un club de
amigos, la llamada “Coronilla de los Miércoles”, formada por siete parejas,
al modo de una cour d´amour, que se reunía cada dos semanas. A dicha tertulia
están dedicadas también otras tres composiciones de este grupo: las tituladas
respectivamente, “Canción fundacional”, “Canción de mesa” y “Confesión
general”. “Zwischen dem Alten ”:
AL
AÑO NUEVO
¡Benigno, nos permite
el hado aquí reunirnos, entre el ayer y el hoy, en amigable círuclo!
Y para confiados
mirar al porvenir, un momento al pasado la vista dirigir.
Las horas enojosas
muro suelen poner entre lealtad y pena y entre amor y placer; pero los días mejores nos vuelven a reunir y los alegres cantos ahuyentan el esplín.
De penas y alegrías,
pues huyeron aquellas, los cordiales amigos ya sin duelo se acuerdan. ¡Raro rumbo el que sigue Nuestro destino, pues Una antigua amistad Nuevo regalo es!
¡Gracias a la fortuna,
que siempre inquieta gira; gracias a los mil bienes que el Destino nos brinda, alegraos, mis amigos, de la voluble suerte, y sea amor ostensible, y oculto el fuego quede!
Hay quien mira con pena
y temor estos paños que del pasado cubren el triste catafalco; pero para nosotros brilla cordialidad, y nuevos nos encuentra siempre la novedad.
Igual que en una danza,
amorosa pareja, tan pronto se separa como otra vez se encuentra, también en el confuso tráfago del vivir siempre en el nuevo año Amor nos torna a unir! |
Stiftungslied fue compuesta
el 2 de noviembre de 1801 para el referido club. La vecina hermosa es la
condesa Enriqueta von Egloffstein. De una carta de Goethe a la
condesa fechada el 6 de noviembre de 1801, se infiere que su poesía debía de
ser una réplica a una canción de Hölty, que por entonces estaba muy en boga.
¡Sé siempre probo y fiel!-Hasta en el frío sepulco ” “Was gehst du, schöne
Nachbarin ”.
CANCIÓN
FUNDACIONAL
¿Por qué, vecina hermosa,
tan sola en el jardín? Si cuidas de tu hacienda, yo te quiero servir.
Está mi hermano loco
por una camarera; dióle a probar el mosto y encima un bello ella.
Es un tuno mi primo,
va tras la cocinera. Por bocado y caricia al asador da vueltas.
Los seis juntitos, luego,
tuvimos gran merienda, y de pronto al salón aún llegó otra pareja.
¡Bienvenida! Y también
esa quinta que llega, llena de fresco humor, a un tiempo antigua y nueva.
Aun para adivinanzas
y juegos sitio queda; dinos con el tesoro; seis parejas se cuentan.
Mas una todavía
falta, y es la más tierna…, es decir, ya he llegado, la cifra está completa.
Gozoso ocupamos
nuestro puesto en la mesa; cada cual con el otro mutuamente se alegra.
CANCIÓN
DE MESA
Un divino deliquio,
no sé cómo, me inflama. ¿Es que a la astral esfera un numen me arrebata? Mas si he de ser sincero, prefiero aquí quedarme, entre canción y vino, en esta mese amable.
No os cause asombro, amigos,
que así me exprese, pues aquesto lo más grato del grato mundo es; por lo que juramento solemne aquí os haré de nunca dar motivo de que de aquí me echéis.
Ahora que estamos juntos
nuevamente quisiera que alzarais vuestros vasos a compás del poeta. Cien leguas deben muchos recorrer a la vuelta, y eso hace que los brindis apresurarse deban.
¡Viva aquel que crea vida!
Tal es mi lema, amigos. A nuestro rey le toca en esto el rango primo. El nos guarda y defiende de nuestros enemigos, y conserva y acrece lo que hubo recibido.
Brindo después por Ella,
por la que es sola y única. Que cada caballero piense así de la suya. Una linda muchacha sonriendo me susurra: -¿Y del mío nada dices? -¡Iba a hacerlo, criatura!
Para aquellos amigos
vaya el vaso tercero, que con nosotros siempre celebran los días buenos, y en las noches brumosas nos alivian el tedio; en su honor, pues, bebamos, ya sean nuevos o viejos.
Ahora ya la corriente
del brindis se desata. Brindemos también por los leales camaradas que firmes se mantienen en filas apretadas, bajo el sol de la dicha igual que en la desgracia.
Lo mismo que nosotros
suelen otros unirse. ¡Brindemos porque sean todos ellos felices! Desde la fuente al mar Muchos molinos gimen. ¡Al bien de todo el mundo, mi brindis se dirige! |
Generalbeichte o “confesión
general” fue compuesta, según toda probabilidad, por el mismo tiempo que la
Canción de mesa, o sea, del 17 al 20 de febrero de 1802, en Jena, en el
espíritu de las antiguas canciones goliardas. El modelo que inmediatamente
tuvo Goethe a la vista, parece haber sido una Batalla de Lorenzo de Médicis.
CONFESIÓN
GENERAL
¡Que en este noble círculo
hoy vibre mi advertencia ¡Y oíd graves palabras que raras veces suenan! Muchas cosas emprendisteis, muchas en cierne quedarán; aguantad mi reprimenda.
¡Alguna vez en el mundo
tiene que haber contrición! Confesad vuestros pecados, hermanos, con toda unción. Del error las perspectivas es fuerza rectifiquéis y hagáis por la corrección.
Sepan todos que hemos harto
soñado estando despiertos, dejando perder su espuma en el vaso al vino nuevo; y también desperdiciado, de alguna incitante boca, el leve, furtivo beso.
Del filisteo las soflamas
con toda atención oímos, sus pláticas aplaudiendo, sobre el cántico divino; no omitiendo el hacer gala de algún venturoso arrobo que nos fuera concedido.
Ahora bien: si eres gustoso
de absolver a tu fiel grey, juramos de hoy más sinceros todo lo posible hacer por dejar las medianías y en lo íntegro, bello y bueno, reconcentrar nuestro ser.
Burlarnos del filisteo
buenamente en adelante; no dejar perder ni pela del vino espumajeante, ni hacer guiños a las mozas, sino libar briosamente en sus labios incitantes.
ORÁCULO
DE PRIMAVERA
Profético y sencillo,
amable pajarillo, cuco. De los amantes, en estos días radiantes, el tierno voto escucha; concédelo sin lucha; ¡oh cuco, cuco, cuco, Cuco, cuco y recuco!
Ansían llenos de ardor
la coyunda de amor; y aunque jóvenes, fieles son y exentos de hieles.
La fausta hora nupcial,
¿cuánto habrán de aguartar? ¡Oh cuco picarón!, ¡por qué callas, burlón?
¿Qué aún dos años paciencia
tenga nuestra vehemencia? Bueno; pero ¿podemos contar que críos tendremos? Tú no tengas reparo: no soy para eso avaro. ¡Uno, cuco! ¡Dos, cuco! ¡Cada vez más, oh cuco!
Si la cuenta no he errado,
a los seis he llegado. Ahora, si eres tan fino, que vida me da el sino dime, y te advierto que viejo quisiera ser. ¡Oh cuco, cuco, cuco, cuco, cuco y recuco!
Magna fiesta es la vida,
si larga y aturdida, ¿No se romperá, inerte, el nudo de amor fuerte? Terrible cosa fuera, sin él nada valiera, ¡Oh cuco, cuco, cuco, cuco, cuco y recuco! (Con gracia, “in infinitum”.) |
Bundeslied fue compuesta
con motivo de las bodas del pastor Ewald en Offenbach en septiembre de 1775:
CANCIÓN
DE ALIANZA
¡En todo rato amable,
de vinos y amor ebrios, juntos esta canción cantar siempre debemos! Dios, que aquí nos trajera, aquí quiere que estemos; fuego que él encendió, justo es que conservemos.
¡Mostraos, pues, hoy alegres,
sin sombra de pesar, ¡El vaso de buen vino Nueva alegría os dará! ¡En esta grata hora chocad bien y besad, con cada nuevo nudo el viejo reforzad!
¿Quién habrá en nuestro círculo
que feliz no se sienta? ¡Gozad de esta tertulia la fraternal franqueza! Que nuestros corazones unidos permanezcan y no haya pequeñeces que no agüen la fiesta.
Libre, vital mirada
de un Dios ya nos bendijo, y pase lo que pase feliz es nuestro sino. Libres de veleidades, no perdemos capricho; nuestro pecho sin galas alienta, no cohibido.
A cada paso avanza
esta vida fugaz; a lo alto nuestro ojos alegres siempre van. ¡Que todo suba y baje, frío ni calor nos da! ¡Con tal que la fortuna nos tenga siempre igual! |
Esta poesía fue compuesta a
principios de 1806 con la inspirada en el conocido salmo litúrgico:
¡VANITAS
VANITATUM VANITAS!
En la nada puse todo mi interés.
¡Ole! ¡Por eso todo me va tan bien! ¡Ole! Quien quiera ser mi compañero, conmigo el vaso choque primero, como de Baco secuaz sincero.
En el oro y lucro puse mi interés.
¡Ahimé! Perdí la alegría, mustio me quedé. ¡Ahimé! De este al otro lado rodaba mi oro cuando en un punto reunía un tesoro; muy luego en otro sufría desdoro. ¡En las hembras puse luego mi interés! ¡Ahimé!
¡Cuantos sinsabores me proporcioné!
¡Ahimé! La hembra que es falsa busca otro amante; tedio te causa la que es constante; la que te llena queda distante. ¡Luego a los viajes todo me entregué! ¡Ahimé!
¡Sin duelo, mi patria, por ellos dejé!
¡Ahimé! En parte alguna me encontré a gusto; rara la mesa, y el hecho adusto; otra la parla, que da disgusto. ¡Por honor y fama luego me esforcé! ¡Ahimé!
¡De alguno a la zaga siempre me juzgué!
¡Ahimé! Inútil era que me afanara, nunca a la gente lisonjeara; con todo el mundo me malquistara.
¡A guerras y luchas después me entregué!
¡Ahimé! ¡y muchas victorias conseguir logré! ¡Ahimé! Tierra enemiga vio nuestro avance; nada el amigo ganó en el trance; perdí una pierna, tal fue el balance, ¡En la nada ahora puse mi interés! ¡Olé! ¡Y el mundo entero ahora mío es! ¡Olé!
Canto y festín terminan ya.
¡Pero la copa hay que apurar; hasta la última no hay que cejar! |
Gewohnt, getan fue
compuesta el 10 de abril de 1813 en Oschatz, en el curso del viaje a Bohemia,
como réplica a la canción de Solvrig Antaño amé, ya no amo. Goethe hubo de
oír esta canción, “la mejor de todas las canciones lloronas alemanas”,
durante su estancia en Leipzig. Goethe le dió la vuelta en el sentido de su
vital positivismo. “Ich habe geliebet, nun lieb ich erst recht!”:
LA
FUERZA DE LA COSTUMBRE
¡Amé ya antes de ahora, mas ahora es cuando amo!
Antes era el esclavo; ahora el servidor soy. De todos el esclavo en otro tiempo era; a una beldad tan solo mi vasallaje doy; que ella también me sirve, gustosa, a fuer de arnante, ¿cómo con otra alguna a complacerme voy?
¡Creer imaginaba, pero ahora es cuando creo!
Y aunque raro parezca y hasta vituperable, a la creyente grey muy gustoso me adhiero; que al través de mil fuertes duras contrariedades, de muy graves apuros e inminentes peligros, todo de pronto leve se me hizo y tolerable.
¡Comidas hacía antes, pero ahora es cuando como!
Buen humor y alegría bulléndome en el cuerpo, al sentarme a la mesa todo pesar olvido. Engulle aprisa el joven y se va de bureo; a mí, en cambio, me place yantar en sitio alegre; saboreo los manjares y en su olor me recreo.
¡Antaño bebí, hoy es cuando bebo a gusto!
El vino nos eleva, nos hace soberanos y las lenguas esclavas desata y manumite. Sí, sedante bebida no escatiméis, hermanos, que si del rancio vino los toneles se agotan, ya en la bodega el nuevo mosto se está enranciando.
La danza practiqué e hice su panegírico,
y en cuanto oía sonar la invitación al baile ya estaba yo marcando mis honestas posturas. Y aquel que muchas flores cortó primaverales, por más que todas ellas a guardar no acertara, siempre le queda, al menos, un ramo razonable.
¡Sus, y a la obra de nuevo! No pienses ni caviles;
que quien amar no sabe a las floridas rosas solo encuentra después espinas que le pinchen. Del sol, hoy como ayer, fulge la enorme antorcha; de las cabezas bajas aléjate prudente, y haz que tu vida empiece de nuevo a cada hora. |
El original de esta poesía
llevaba esta apostilla: “Un regalo para el 10 de marzo, o sea para el
cumpleaños de la reina Luisa”. El estribillo de la poesía lo explica el
propio Goethe en su Teoría de los colores, cual una muletilla favorita de
Blassedow, ya que la conclusión ergo bibamus se adapta a todas las premisas:
ERGO
BIBAMUS
Unidos aquí estamos para una acción laudable;
por tanto, hermanos míos, arriba. Ergo bibamus! Resuenen nuestros vasos y callen nuestras lenguas; levantar vuestras almas muy bien. Ergo bibamus!
He aquí una sentencia tan vieja como sabia;
conserva su vigencia hoy lo mismo que antaño, y un eco nos aporta de espléndidos festines, esta jovial y grata consigna: Ergo bibamus!
Hoy he visto a mi dulce amada placentera;
al punto fui y me dije: “Bueno está. Ergo bibamus!” Me acerqué sin recelo y ella me acogió bien. Y entonces repetí mi alegre Ergo bibamus!
Mas lo mismo si os mima y os acaricia y besa,
que si nos niega adusta su corazón y brazos, ¿qué recurso nos queda, mientras no nos sonríe, que de nuevo apelar al viejo Ergo bibamus!
De los amigos lejos cruel destino me lleva.
¡Oh fieles camaradas! ¿Qué hacer? Ergo bibamus! Ya me marcho cargado con liviano bagaje; quiere decir se impone un doble Ergo bibamus!
Y aunque a veces el cuerpo la carcoma nos roa,
nunca de la alegría vacío el tesoro hallamos; que el alegre al alegre suele prestar rumboso, así que, hermanos mios, ¡venga un Ergo bibamus!
Ahora bien: ¿qué debemos cantar en este día?
¡Yo tan sólo pensaba cantar Ergo bibamus! Pero recuero ahora su especial importancia; así que alzar las voces. De nuevo Ergo bibamus!
Este día se nos mete la dicha por la puerta;
resplandecen las nubes, tiembla el trigo dorado; y una imagen divina brilla ante nuestros ojos; así que alegremente cantad Ergo bibamus! |
Grenzen der Menschheit o
“los linderos de la Humanidad” fue compuesta a principios del año 1780, y
probablemente fue dedicada al hermano masón Herder. Goethe representa aquí
los grados sucesivos del desarrollo vegetal, del tránsito de la simiente al
fruto, como un aro cerrado en sí mismo, al que luego se agrega otro y así
sucesivamente, hasta formar una cadena infinita. Más difícil es de comprender
qué entiende aquí Goethe por dioses. Según la propia concepción goethiana, no
puede hablarse más que del omnipotente tiempo y el eterno sino. El propio
Goethe escribió a Jacobi que “Como poeta y artista, soy politeísta; como
naturalista, en cambio, me siento panteísta” (6 de enero de 1813):
LOS
LINDEROS DE LA HUMANIDAD
Cuando el viejísimo
padre sagrado con calmo gesto, desde las nubes apelmazadas, sobre la tierra lluvia bendita prodigo siembra, yo el ansia siento, trémula el alma de filial gozo, de, arrodillado, besar la fimbria de su divino manto celeste.
Que con los dioses medirse altivo,
mortal alguno que pueda existe. Pues, aun supuesto que consiguiese llegar arriba, y con su testa rozar los astros, nunca su débil planta insegura en esas cumbres sentar podría, que de los vientos y de las nubes sería juguete y al fin caería.
Que aunque en la tierra, bien cimentada,
sobre la tierra, firme y durable, sus recios huesos sentar consiga, ni aun así puede con cosa alguna, salvo la encina, salvo la cepa, parangonarse.
¿Qué es lo que al hombre
del dios separa? Pues que en eterna corriente fluyen Múltiples olas del dios delante, sin arrollarlo; mientras que al hombre, si lo levantan por un momento, luego esas olas, siempre volubles, por engullírselo concluyen, pérfidas.
¡Un nimio círculo
nuestro vivir limita, oh hombres! Y muchas, muchas generaciones, unas tras otras se van uniendo a esa cadena larga, infinita, de la existencia. |
Urworte Orphisch se compuso
del 7 al 8 de octubre de 1817. Sirvieron de motivo inspirador a estas
“antiquísimas sentencias sobre el sino del hombre” (carta a Boisserée, de 25
de mayo de 1818) y el estudio de la Symbolik, de Creuzer; Orphica, de
Hermann, y los escritos del danés Zoëgas y otros sobre la mitología griega,
que por aquel entonces inspiraban las especulaciones románticas sobre las
últimas razones del ser y el saber:
PALABRAS
ÓRFICAS PRIMIGENIAS
Diamon = Demonio
Según el día en que viniste al mundo, el sol en conjunción con los planetas estaba; comenzó tu desarrollo, y fue siguiendo con arreglo a aquella ley que al mundo te trajo. Así es forzoso que seas, sin que a ti mismo hurtarte puedas. Tal antaño dijeron las sibilas, y también los profetas profirieron; no hay tiempo ni poder que a alguna forma que a sus fuerzas viviendo desarrolla, luego de ya acuñada, cambiar pueda.
Tuji = Azar
Mas un viajero hay que los severos lindes en transponer siempre se place; y con nosotros anda o bien nos ronda. No eres un solitario, que te formas en sociedad y cual los otros haces. Ocurren contratiempos en la vida, que es un dar tumbos, y preciso es darlos. Apenas de los años cierra el círculo, nueva llama en la lámpara ya prende.
Eros = Amor
¡Y no se acaba ahí!… Del cielo baja, a donde de los yermos elevóse, el amor, y con alas muy gentiles en primavera nuestros pechos ronda; ya parece alejarse, ya de nuevo voluble se te acerca. Un delicioso pesar te infunde a un tiempo gozo y pena. A más de un corazón lanza a lo abstracto, pero el más noble siempre elige a Uno.
Ananke = Fatalidad
Y de nuevo se cumple de los astros la voluntad, que todo el querer nuestro es porque así debe ser, según ley, y ante el querer supremo albedrío cede. Echas del corazón lo más amado, que voluntad y antojo se someten al severo deber, sin más remedio. Así, en el transcurso de los años, en apariencia libres, más sujetos realmente que al principio nos hallamos.
Elpis = Esperanza
Pero esas lindes, esos férreos muros, ese portón odioso al fin se abre, aunque siga tan firme cual la roca. Hay un ser que se mueve leve, ingrávido, y de entre nubes, brumas y chubascos, en sus alas nos lleva hacia la altura. Harto lo conocéis, que está doquiera; un aletazo…, atrás quedan eones. |
Bei Beltrachtung von Schillers
Schädel se compuso el 25-26 de septiembre de 1826. Goethe creyó reconocer el
cráneo de su amigo, exhumando en marzo de 1826, basándose en la forma
especial como allí el espíritu labrabáse cuerpo:
CONTEMPLANDO
EL CRANEO DE SCHILLER
Era el lúgubre osario… en orden, mudos…
quédome absorto al remirar la fila de cráneos polvorosos y desnudos;
y atónito, nublada la pupila
en la visión, soñé los tiempos idos… y fue el pasado en su mudez tranquila.
Los que tanto se odiaron, ora unidos,
rozándose, mezclaban los despojos de duros huesos en la lid partidos,
y acostados en cruz ante mis ojos,
en posición de beatitud serena dormían dulcemente sus enojos:
vi en sueltos eslabones la cadena
de omóplatos en tanto el mundo ignora ¡qué fardo les impuso la condena!
Y aquellos miembros ágiles de otrora,
manos y pies de gracia floreciente, muestran su lasitud separadora…
Fatigados mortales, vanamente
a lo largo tendidos en la fosa, ni allí gozáis de la quietud clemente
¿Quién ama la ruina pavorosa
ya así desnuda en la inquietud del día y urna otro tiempo de beldad dichosa?
Esa yerta escritura me decía
a mí el devoto, lo que extraña gente signos sagrados no leía.
Súbito en medio del montón yacente,
descubro al fin la fúlgida cabeza sin par, helada, enmohecida, ausente,
y siento reanimarse mi tristeza
con secreto calor, y d’ese abismo un raudal con vívida presteza,
Lléname de hondo encanto el cataclismo
al ver en esa huella soberana divina concepción de hondo mutismo…
Y va mi mente hacia la mar lejana,
que hace y destruye formas en su seno aún más perfectas que la forma humana.
Vaso de enigmas, otro tiempo lleno
de oráculos, mi mano desfallece: no puedo alzarte en ademán sereno.
¡La podre lavaré que te ensombrece,
tesoro sin igual, y en aire puro ya libre sol donde el pensar florece!
No logra el hombre en su sondar oscuro
captar el todo que la vida escancia si Dios-natura cede a su conjuro
y le dice por qué de la sustancia
deja exhalar su espíritu que crea, y cómo permanece en la sustancia su dinamismo genitor: ¡la idea!
ELEGÍAS
ROMANAS
A vosotros debemos el saber que hemos sido felices una vez. I ¡Decid, piedras; hablad vosotros, altos palacios! ¡Una palabra, oh vías! Genio, ¿no te conmueves? Sí, un alma tiene todo dentro tus sacros muros, ¡oh Roma eterna! Solo que aun para mí está muda. ¡Oh, quién podría decirme en qué ventana antaño vi la pura beldad cuyo fuego es un bálsamo! ¡Ay, qué torpe mi alma no adivina aún la senda, vagando por la cual tiempo perdí precioso! Templos, palacios, ruinas y columnas hoy miro cual hombre que al viajar sacar provecho sabe. Mas pronto su tarea termina y solo queda un templo, el del amor, que a iniciados acoge. ¡Un mundo, en verdad, eres, Roma! Mas sin Amor, ¡ni el mundo sería mundo ni Roma fueras tú!
EL
REY DE THULE
Hubo en Thule un rey constante
con su amada, la que un día, al morir, dejó a su amante áurea copa que tenía.
Fue, de allí, la taza de oro,
don de mágica riqueza, y al beber, la real tristeza la humedecía con lloro.
Cuando el rey vio su partida
cercana, dio al heredero la ciudad y un mundo entero, menos su copa querida.
Sentóse luego a la cena
en medio de sus magnates, y al pie rugen los embates del mar que la sala atruena.
Allí el bebedor anciano
brinda última vez su copa, la echa al mar y el mar la arropa en su lecho soberano.
La ve hundirse; que se llena
y se pierde en lo profundo… Y el rey llora su pena no bebió más sobre el mundo.
PROBLEMA
¿Por qué todo ha de ser tan enigmático?
Voluntad y poder aquí están juntos; quiere la voluntad, y apercibido está el poder para servirla al punto; mas, ¿qué pasa? ¡Pues mirad, el tiempo largo entre ambos se interpone inoportuno! ¡Ved ahí por qué unido se sostiene! ¡Y ved también por qué se quiebra el mundo!
LOS
ORIGINALES
Dice un quídam: “Yo, señores,
no soy de ninguna escuela; ni hay muerto al que algo le deba.” Lo cual, si yo entiendo bien, viene a decir, a la letra: “Soy necio a nativitate sin que nadie culpa tenga.”
HUMILDAD
Cuando de los maestros observo las obras,
veo lo que hicieron, y ahí se tiene en pie; cuando, en cambio, contemplo mis chapuzas, tan sólo aprecio lo que debí hacer. |
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En su novela Las
Afinidades electivas destaca el discurso el maestro constructor
con motivo de colocar la piedra fundacional de una casa:
Capítulo
9
Llegó el día del cumpleaños y todo estaba preparado:
estaba hecho todo el muro que circundaba el camino del pueblo elevándolo y
protegiéndolo contra el agua, así como el camino que pasaba por delante de la
iglesia, en donde discurría durante un trecho sobre el trazado del antiguo
sendero de Carlota para después ascender por las rocas dejando por encima de
él, a la izquierda, la cabaña de musgo, dar a continuación un giro completo que
la volvía a dejar a la izquierda por debajo de sí, y alcanzar poco a poco la
cima.
Aquel día se había reunido mucha gente. Fueron a la
iglesia, en donde se encontraron a todo el pueblo ataviado con trajes de
fiesta. Después del servicio divino, tal como estaba prescrito, salieron por
delante niños, jóvenes y hombres, después los señores del castillo con sus
visitas y acompañantes y, finalmente, las niñas, jovencitas y mujeres, cerrando
la comitiva.
En la curva del camino se había preparado un lugar
elevado en medio de las rocas; el capitán rogó a Carlota y a sus invitados que
descansaran allí. Desde aquel punto se podía dominar todo el camino, el grupo
de los hombres, que ya había subido hasta la cima, y las mujeres que iban tras
ellos y que ahora pasaban por delante del lugar donde se encontraban. Como
hacía un día espléndido, se trataba de un espectáculo maravilloso. Carlota se
sintió sorprendida y conmovida y apretó tiernamente la mano del capitán.
Siguieron a la masa que seguía ascendiendo y ya
formaba un círculo en torno a la superficie excavada de la futura casa. El
dueño del lugar, los suyos y los invitados más distinguidos fueron invitados a
bajar al fondo, donde se veía la primera piedra de los cimientos apuntalada por
un lado y preparada para ser empujada y puesta en su sitio. Un albañil muy bien
vestido con la paleta en una mano y el martillo en la otra pronunció un pequeño
discurso en verso que sólo podemos reproducir de modo incompleto y en prosa.
-Tres cosas -empezó- se deben tener en cuenta en un
edificio: que el lugar sea adecuado, que tenga una buena cimentación y que la
obra sea perfectamente ejecutada. Lo primero es asunto del dueño, porque así
como en la ciudad sólo el príncipe y la comunidad pueden decidir dónde se debe
construir, en el campo es privilegio del dueño del terreno decir: aquí debe
alzarse mi casa y en ningún otro lugar.
Al oír estas palabras, Eduardo y Otilia no se
atrevieron a mirarse, a pesar de hacerse frente y hallarse muy próximos.
-Lo tercero, la ejecución, es asunto de muchos y
diversos gremios, porque en verdad hay muy pocos oficios que no tengan que
intervenir. Pero lo segundo, la cimentación, es cosa del albañil y, para
decirlo bien claro de una vez, es el asunto principal de toda la empresa. Se
trata de algo muy serio y nuestra invitación de hoy también lo es, porque esta
celebración solemne tendrá lugar en las pro- fundidades. Aquí, en el interior
de este espacio estrecho recién excavado, ustedes nos hacen el honor de ser
testigos de nuestro secreto trabajo. Enseguida colocaremos esta piedra
bellamente esculpida y muy pronto las paredes de tierra que ahora están
adornadas con tan hermosas y dignas personas, no serán accesibles porque habrán
sido recubiertas.
»Esta piedra fundacional, que con su arista marca el
ángulo derecho del edificio, con sus ángulos rectilíneos señala la regularidad
que debe alcanzar el mismo y con sus caras horizontales y verticales indica el
aplomo y el equilibrio de todos sus muros y paredes, podríamos colocarla ya sin
más, pues se sostendría perfectamente por su propio peso. Pero tampoco
dejaremos de añadir la cal y otros productos coaligantes, porque lo mismo que
esas personas que sienten por naturaleza una mutua inclinación, están mejor
unidas cuando las ata la ley, así también esas piedras, cuya forma ya se adapta
a una mutua unión, quedan más firmemente vinculadas gracias a esas sustancias;
y como no está bien permanecer ocioso en medio de los que trabajan, ustedes no
desdeñarán colaborar en nuestro trabajo.
Y diciendo esto le alargó su paleta a Carlota, que
puso algo de cal bajo la piedra. Otros muchos quisieron hacer otro tanto y acto
seguido se dejó caer la piedra en su sitio, después de lo cual le entregaron el
martillo a Carlota y a los demás para que, por medio de tres golpes,
consagraran de modo expreso la unión de la piedra con el suelo.
-El trabajo del albañil, que ahora celebramos a cielo
abierto -continuó el orador-, no siempre ocurre ocultamente, pero sí para
quedar oculto. Una vez que ha sido ejecutado regularmente se recubre el
fundamento y ni siquiera se piensa mucho en nosotros cuando se ven los muros
que levantamos a pleno día. Llama más la atención el trabajo del cantero y del
escultor y tenemos que permitir alegremente que el pintor borre hasta la última
huella de nuestras manos y se apropie de nuestro trabajo revistiéndolo,
alisándolo y coloreándolo.
¿A quién le puede importar más darse al- guna
satisfacción a sí mismo haciendo un trabajo satisfactorio si no es al propio
albañil? ¿Quién tiene más motivos que él para alimentar su propia estima?
Cuando la casa está terminada, el suelo aplanado y recubierto, los muros
exteriores revestidos con ornamentos, él todavía es capaz de ver por debajo de
todas esas capas y reconoce esas juntas regulares y cuidadosas a las que el
conjunto debe su existencia y su resistencia.
»Pero del mismo modo que aquel que ha perpetrado una
mala acción, por mucho que trate de esconderla, siempre tiene que temer que
vuelva a salir a la luz, también el que ha hecho el bien en secreto tiene que
contar con que éste aparezca algún día a la luz contra su voluntad. Por eso,
queremos hacer de esta piedra angular una piedra conmemorativa. En las distintas
cavidades que hemos tallado en ella, vamos a introducir algunos objetos que
servirán como testimonio nuestro para una lejana posteridad. Estos estuches de
metal sellados con soldadura contienen diversos documentos; en
estas planchas de metal se han grabado todo tipo de hechos memora-
bles; en estos bellos frascos de vidrio enterraremos el mejor vino viejo,
indicando su añada; tampoco faltan monedas de distinto tipo acuñadas este año:
todas estas cosas son un regalo que procede de la generosidad de nuestro señor,
dueño de esta obra. Y todavía queda algo de sitio si alguno de los invitados y
espectadores tiene el gusto de dejar algo aquí para la posteridad.
Tras una breve pausa el albañil miró en derredor, pero
como suele suceder en estos casos nadie estaba preparado, todos estaban
sorprendidos, hasta que un joven y animoso oficial arrancó y dijo:
-Si tengo que añadir algo que todavía no figure en
esta cámara del tesoro, arrancaré de mi uniforme un par de botones que seguro
que también merecen llegar a la posteridad.
Dicho y hecho. Y acto seguido todos tuvieron
ocurrencias parecidas. Las mujeres no quisieron dejar pasar la ocasión de dejar
allí sus pequeñas peinetas y tampoco se ahorraron frascos de perfume y otros
adornos. Sólo Otilia dudaba, hasta que una palabra amable de Eduardo la sacó de
su muda contempla- ción de todos aquellos objetos. Entonces se soltó la cadena
de oro del cuello, de la que antes colgaba el retrato de su padre, y la
depositó suavemente sobre el resto de las joyas, después de lo cual Eduardo se
las arregló, con cierta premura, para que se pusiera inmediatamente la tapa
bien ajustada y se recubriera con cemento.
El joven albañil que se había mostrado tan activo
volvió a adoptar su pose de orador y continuó diciendo:
-Colocamos esta piedra para la eternidad, para
asegurar a los actuales y a los futuros propietarios de esta casa que disfruten
siempre de ella. Sin embargo, al sepultar este tesoro, mientras celebramos el
más fundamental de los actos, también reflexionamos en lo perecedero de las
cosas humanas; se nos ocurre pensar en la posibilidad de que algún día esta
tapa sea nuevamente descubierta, lo que sólo podría ocurrir si se destruyera
todo lo que ni siquiera ha sido construido aún.
»Pero para que podamos construir, ¡abandonemos los
pensamientos de futuro y regresemos al presente! Después de la fiesta de hoy,
volvamos de inmediato al trabajo para que ninguno de los oficios que colaboran
en esta obra tengan días de fiesta, para que la construcción se alce hacia el
cielo y se termine y por las ventanas que todavía no existen, el señor de la
casa y los suyos y sus invitados contemplen alegres el paisaje, para todo lo
cual y a su salud y a la de todos los presentes ¡bebamos ahora!
El cuento de la serpiente Verde
En su
pequeña choza, ante el gran río cuya corriente habíase acaudalado por una
fuerte lluvia y que desbordaba sus riberas, estaba el viejo barquero
descansando y durmiendo, rendido por las labores del día. Le despertaron
fuertes voces en medio de la noche; escuchó que unos viajeros querían ser
trasladados.
Al salir
delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando encima del bote
amarrado y le aseguraron que se hallaban en los más grandes apuros y que
estaban deseosos de verse ya en la otra orilla. El anciano no se demoró en
hacerse al agua y navegó con su destreza acostumbrada a través del río mientras
los forasteros siseaban entre sí en un lenguaje desconocido y sumamente ágil, y
estallaban, de vez en cuando, en fuertes carcajadas saltando por momentos en
los bordes o en el fondo de la barca.
—¡Se balancea
el bote! —exclamó el viejo—. Si estáis tan inquietos puede volcarse. ¡Sentaos,
fuegos fatuos!
Estallaron
en grandes carcajadas ante esta advertencia, se mofaron del anciano y se
pusieron más inquietos que antes. Este soportó con paciencia sus malas maneras
y, en poco tiempo, arribó a la otra orilla.
—¡Aquí tenéis!
¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al sacudirse, cayeron muchas
y resplandecientes piezas de oro dentro de la húmeda barca.
—¡Santo cielo!
¿Qué hacéis? —exclamó el viejo—. Me exponéis al más grande apuro! Sí una de
estas piezas hubiera caído en el agua, el río, que no soporta este metal, se
hubiera levantado en terribles olas devorándonos al bote y a mí, ¡y quién sabe
cómo os hubiera ido! ¡Tomad de nuevo vuestro dinero!
—No podemos
tomar nada de lo que nos hemos desprendido —respondieron ellos.
—Entonces,
encima me dais el trabajo de tener que recogerlas y llevarlas a enterrar bajo
tierra —dijo el viejo, inclinándose para recoger las piezas de oro dentro de su
gorra.
Los fuegos
fatuos habían saltado del bote cuando el viejo exclamo:
—¿Y dónde queda
mi paga?
—¡Quien no
acepta oro tal vez quiera trabajar gratis!
—exclamaron los
fuegos fatuos.
—Tenéis que
saber que a mí sólo se me puede pagar con frutos de la tierra.
—¿Con frutos de
la tierra? Los detestamos y nunca los hemos disfrutado.
—Y sin embargo
no os puedo soltar hasta que me hayáis prometido traerme tres coles, tres
alcachofas y tres grandes cebollas.
Los
fuegos fatuos hicieron por escurrirse en medio de bromas pero se sintieron
atados al suelo de manera incomprensible; era la sensación más desagradable que
jamás habían sentido. Prometieron satisfacer en poco tiempo la demanda del
anciano; éste los despachó y partió. Ya se encontraba muy lejos cuando a sus
espaldas le gritaron:
—¡Viejo!
¡Escuchad, viejo! ¡Hemos olvidado lo más importante!
Ya se
había alejado y no los escuchaba. Se dejó llevar río abajo por el lado de esa
misma orilla, donde decidió enterrar el peligroso y bello metal; era una región
montañosa donde el agua nunca podía llegar. Allí, entre altos picachos,
encontró un profundo abismo, donde arrojó el oro, y se volvió a su choza.
En ese
precipicio estaba la hermosa serpiente verde, que se despertó a causa del
tintineo de las monedas despeñadas. Apenas vio las doradas obleas, las devoró
de inmediato con gran avidez y buscó con mucho cuidado todas las piezas que se
habían esparcido entre la maleza y las grietas rocosas.
En cuanto
las hubo devorado sintió, con el mayor agrado, fundirse el oro en sus
intestinos y expandirse a través de todo su cuerpo; notó, para su mayor
alegría, que se había vuelto transparente y luminosa. Desde mucho tiempo atrás
le habían asegurado que era posible este fenómeno; pero como ella recelaba de
que esta luz perdurase mucho tiempo, la curiosidad y el deseo de asegurarse
para el futuro la impulsaron a salir de la caverna a fin de investigar quién
había arrojado en su interior el hermoso oro. No encontró a nadie. Tanto más
agradable sentía de admirarse ella misma y a su graciosa luz que diseminaba a
través del verde fresco mientras se arrastraba entre hierbas y matorrales.
Todas las hojas parecían de esmeralda, todas las flores aureoladas de la manera
más esplendorosa. En vano recorrió la solitaria y yerma tierra; pero tanto más
creció su esperanza cuando llegó a una planicie y vio en lontananza un
resplandor semejante al suyo.
—¡Por fin
encuentro a alguien igual a mí! —exclamó, apresurándose a llegar a ese sitio.
No reparó en las fatigas que el arrastrarse a través de pantanos y cañaverales
le causaba, pues a pesar de que prefería vivir en los prados secos de los
montes y entre las altas grietas de las rocas, en las que disfrutaba de las
hierbas aromáticas y solía calmar la sed con tierno rocío y agua fresca de las
fuentes, habría hecho todo lo que uno le hubiera impuesto por el amado oro, así
de hechizada estaba por retener el hermoso resplandor.
Extenuada,
llegó por fin a un húmedo juncal, donde nuestros dos fuegos fatuos se
entretenían en juegos. Se dirigió rápidamente hacia ambos, los saludó
celebrando encontrar caballeros de su parentela tan agradables. Los fuegos
fatuos se aproximaron, saltaron por encima de ella y se rieron a su modo.
—Señora Mume
—dijeron ellos—, aunque vos séais de la línea horizontal, eso no significa nada
entre nosotros; se comprende que somos parientes por lo que toca al resplandor,
pues vea nada más —y en eso ambos fuegos se alargaron tanto como su volumen se
lo permitió—: ¡qué bien nos sienta a los caballeros de la línea vertical esta
esbelta longitud! No se enfade con nosotros, amiga mía, ¿qué familia puede
vanagloriarse de esto? Desde que existen fuegos fatuos, ninguno ha estado
sentado o acostado.
La
serpiente se sentía muy incómoda en presencia de estos parientes; pues por más
esfuerzos que hiciera al querer levantar la cabeza más alto, sentía sin embargo
que tenía que bajarla de nuevo hacia el suelo para poder impulsarse; y cuanto
más se había complacido consigo misma entre la oscura floresta, tanto más
parecía disminuir a cada momento su resplandor en presencia de estos parientes,
e incluso temía que al final se extinguiera del todo.
En medio
de tal turbación preguntó rápidamente si los caballeros no le podían dar
noticia de dónde venía el reluciente oro que hacía poco había caído dentro de
la cueva; suponía que hubiese sido una lluvia áurea que manara directamente del
cielo. Los fuegos fatuos se sacudieron de risa y una gran cantidad de monedas
de oro saltó en torno suyo. La serpiente se abalanzó sobre ellas para devorarlas.
—Que os
aproveche, señora Mume —dijeron los gentiles caballeros—. Aun podemos servirla
con más.
Se
sacudieron varias veces más con gran destreza, de manera que la serpiente no
podía tragar más rápido el preciado alimento. Comenzó a aumentar visiblemente
su esplendor y, en verdad, destellaba incomparablemente hermosa mientras los
fuegos fatuos iban volviéndose magros y pequeños aunque sin perder la más leve
pizca de su buen humor.
—Os agradezco
eternamente —dijo la serpiente, al haberse recobrado después de su comida—.
¡Exigid de mí lo que queráis! Os concederé lo que esté a mi alcance.
—¡Muy bien!
—exclamaron los fuegos fatuos—. Dinos dónde habita la bella Azucena. ¡Llévanos
lo antes posible al palacio y a los jardines de la hermosa Azucena! Morimos de
impaciencia por postrarnos ante ella.
—Ese servicio
—replicó la serpiente con un profundo suspiro— no os lo puedo conceder de
inmediato. Por desgracia, la bella Azucena vive más allá del agua.
—¿Más allá del
agua? ¡Y nosotros que nos dejamos transportar en esta noche tan tormentosa!
¡Qué cruel es el río que ahora nos separa! ¿No sería posible llamar otra vez al
viejo?
—Os
esforzaríais en vano —dijo la serpiente—. Pues aunque vosotros lo encontrarais
de este lado del agua no os llevaría; puede traer a esta orilla a todo aquel
que lo quiera, pero no le está permitido llevar a nadie hacia allá.
—¡Mal estamos,
pues! ¿No hay otro medio para trasponer el agua?
—Hay algunos
otros más, sólo que no en este momento. Y yo misma puedo transportar a los
caballeros pero únicamente al mediodía.
—Esa es una
hora en la que no nos gusta viajar.
—Entonces
podréis transbordar al anochecer sobre la sombra del gigante.
—¿Cómo puede
ser eso?
—El gran
gigante, que vive no lejos de aquí, tiene impedido hacer nada con su cuerpo;
sus manos no levantan una sola paja, sus hombros no llevarían ningún leño. Por
eso es más poderoso al levantarse y ponerse el sol, y así, basta sólo con
sentarse en la nuca de su sombra al caer la noche: entonces el gigante se
acerca suavemente a la orilla y su sombra conduce al viajero a través del agua.
Pero si queréis llegar a aquel rincón del bosque a la hora del mediodía, donde
la maleza se une con las aguas del río, entonces puedo yo transportaros y
presentaros con la hermosa Azucena; por el contrario, si teméis al calor del
mediodía entonces sólo podréis recurrir al gigante, quien, en aquel acantilado,
hacia el anochecer, seguramente se mostrará muy obsequioso de serviros.
Con leve
inclinación, los jóvenes caballeros se alejaron y la serpiente estuvo contenta
de deshacerse de ellos, en parte por deleitarse con su propio resplandor, en
parte por satisfacer su curiosidad que desde hacía mucho tiempo la torturaba.
En medio
de los rocosos abismos, en los que a menudo se arrastraba de uno a otro lado,
había hecho un extraño descubrimiento. Pues aunque estaba obligada a moverse
por estos abismos sin luz alguna, podía distinguir a través de su piel los
objetos. Estaba acostumbrada a encontrarse en todas partes únicamente
presencias irregulares de la naturaleza; ora enroscábase entre las aristas de
grandes cristales, ora sentíase sobre las puntas de macizos de plata y sacaba
una u otra piedra preciosa a la luz del día. Pero, para su grande asombro,
percibió algunos objetos dentro de la caverna cerrada que hacían ver la mano
activa del hombre. Muros lisos por los cuales ella no era capaz de trepar,
regulares y agudas esquinas, columnas bien talladas y, lo que le pareció más
extraño de todo, figuras humanas por entre las cuales se había enroscado varias
veces y que hubo de definir como de cobre o de mármol extremadamente bien
pulimentadas. Deseaba resumir todas estas experiencias a través de la vista, y
aquello que ella solamente suponía, quería comprobarlo. Se creyó capaz de
infundir luz por sí misma a esta maravillosa bóveda subterránea, y esperaba de
una vez poder hacerse del completo conocimiento de esos extraños objetos. Se
apresuró y, sin tardanza, halló en su acostumbrado camino la grieta por entre
la cual ella solía introducirse al sagrado recinto.
Al
encontrarse en aquel sitio, se dio vuelta con curiosidad y, pese a que su
resplandor no podía iluminar todos los objetos de la rotonda, los más próximos
se le destacaron suficientemente claros. Con admiración y respeto, miró hacia
lo alto de un brillante nicho en que se hallaba colocada la imagen de un
venerable rey del más puro oro. Según la medida, la imagen era de humanas
proporciones pero, según la figura, correspondía a la de una persona más bien
pequeña. Su bien formado cuerpo se hallaba cubierto con un sencillo manto y una
corona de encinas circundaba su cabello. Apenas la serpiente hubo visto la
imagen venerable cuando el rey empezó a hablar y preguntó:
—¿De
dónde vienes? —De los abismos en los que reposa el oro —respondió la serpiente.
—¿Qué es
más precioso que el oro? —preguntó el rey.
—La luz
—contestó la serpiente.
—¿Qué es más
reconfortante que la luz? —preguntó aquél.
—La
conversación —respondió ésta.
Durante
estas palabras había mirado de reojo y visto en el nicho inmediato otra imagen
preciosa. Representaba, sentado, a un rey de plata cuya figura era alta y más
bien esbelta; su cuerpo estaba revestido por una adornada vestimenta: corona,
cinturón y cetro guarnecidos con piedras preciosas. Su rostro poseía la
donosura del orgullo y parecía querer hablar cuando en el muro marmóreo se
dibujó una oscura veta que de pronto se aclaró y difundió una agradable luz por
todo el templo. Bajo esta luz, la serpiente distinguió al tercer rey, que,
hecho de cobre, estaba sentado con su imponente cuerpo, apoyado en su basto,
ornado con una corona de laurel, con el aspecto más de una roca que de un
hombre. La serpiente quiso darse vuelta para encontrar al cuarto rey, que
estaba a mayor distancia, pero mientras tanto el muro se abrió y la veta
iluminada centelleó como un rayo y desapareció.
Se
presentó un hombre de mediana estatura que atrajo la atención de la serpiente.
Iba vestido como un labriego y llevaba en su mano una pequeña lámpara ante
cuyas llamas silenciosas uno miraba con gusto; iluminaba de manera singular, sin
sombra alguna, todo el cimborio.
—¿Por qué
vienes si ya tenemos luz?
—Vuestra
majestad: sabéis que no me es permitido alumbrar lo oscuro.
—¿Llega a su
fin mi reinado? —preguntó el rey de plata.
—Tarde o nunca
—replicó el viejo.
Con voz
enérgica, el rey de cobre comenzó a preguntar:
—¿Cuándo me
levantaré?
—Pronto
—replicó el viejo.
—¿Con quién
debo aliarme?
—Con tus
hermanos mayores —dijo el viejo. —¿Qué será del más joven? —preguntó el rey.
—Se sentará —dijo el viejo. —No estoy cansado —exclamó el cuarto rey con una
voz ronca y tartamudeante.
Mientras
aquéllos hablaban, la serpiente se había movido silenciosamente en el interior
del templo, había contemplado todo y en ese momento observaba de cerca al
cuarto rey. Este estaba erecto, apoyado en una columna, y su considerable
corpulencia era más bien pesada que hermosa. Mas el metal en que estaba fundido
no podía distinguirse fácilmente. Bien considerado, era una mezcla de los tres
metales de que estaban hechos sus hermanos. Pero estas materias parecían no
haberse fusionado bien; vetas de oro y plata corrían irregularmente a través de
una masa de cobre, dando a la imagen un aspecto desagradable.
Mientras tanto,
el rey de oro se dirigió al hombre: —¿Cuántos secretos sabes? —Tres —replicó el
viejo. —¿Cuál es el más importante? —preguntó el rey de plata. —El que es
revelado —replicó el viejo. —¿Nos lo quieres también hacer saber? —preguntó el
rey de cobre. —En cuanto sepa el cuarto —dijo el viejo. —¡Qué me importa!
—murmuró para sí mismo el rey mixto. —Yo sé el cuarto —dijo la serpiente, que
se acercó al anciano y le siseó algo al oído.
—¡Ya es tiempo!
—exclamó el anciano con poderosa voz. El templo resonó, retemblaron las
estatuas de metal y, en ese momento, el anciano se perdió hacia el poniente y
la sierpe hacia el oriente, cada uno recorriendo los abismos rocosos con gran
prisa. Todos los pasillos que el viejo atravesó, en un instante se volvían de
oro pues su lámpara tenía la maravillosa propiedad de convertir en oro todas
las piedras, toda la madera en plata, los animales muertos en gemas, así como
de aniquilar todos los metales. Para lograr este efecto, dicha lámpara tenía
que iluminar ella sola; si había otra luz a su lado sólo producía un bello y
claro resplandor, y todo lo vivo se recreaba a cada momento gracias a ella.
El viejo entró
a su choza, que estaba construida al pie de la montaña, y halló a su mujer en
la más profunda aflicción. Estaba sentada junto al fuego y lloraba sin poder
consolarse.
—¡Qué
desdichada soy! —exclamó—. No te hubiera dejado salir este día.
—¿Qué pasa,
pues?
—Apenas te
fuiste —dijo la anciana entre sollozos— dos impetuosos viajeros llegaron a la
puerta; desprevenida, los dejé entrar, parecían ser dos atentas y honradas
personas. Estaban vestidos con ligeras llamas, podían haberse confundido con
unos fuegos fatuos. Apenas estuvieron en casa, comenzaron a adularme con
palabras tan desvergonzadas y se volvieron tan impertinentes que hasta me
avergüenzo de pensar en ello.
—Bueno —replicó
el hombre, sonriendo—, es probable que los señores habrán bromeado; pues,
mirando tu edad, seguramente todo habrá quedado en una elemental cortesía.
—¡Cuál edad!
—exclamó la mujer—. ¿Debo siempre oír hablar de mi edad? ¿Qué edad tengo yo?
¡Elemental cortesía! Pues yo sé lo que sé. Y sólo voltea a ver cómo están las
paredes, sólo mira las viejas piedras que no he visto desde hace cien años;
lamieron todo el oro, no hubieras dado crédito a su habilidad, y en todo
momento aseguraban que sabía mucho mejor que el oro corriente. En cuanto
limpiaron todas las paredes, parecieron estar de muchos ánimos y, ciertamente,
en poco tiempo se pusieron mucho más grandes, anchos y relucientes. Entonces
empezaron otra vez con su petulancia, me acariciaron, me llamaron su reina, se
sacudieron y una gran cantidad de monedas de oro saltó alrededor suyo. Todavía
puedes ver cómo relucen algunas debajo del banco. ¡Pero qué desgracia! Nuestro
perrito comió algunas de ellas y aquí lo tienes muerto al pobre, debajo de la
chimenea. ¡Pobrecillo mi animal! No puedo consolarme. Lo vi después de que se
habían ido, pues de lo contrario no les hubiera prometido pagar su deuda con el
barquero.
—¿Qué es lo que
debes?
—Tres coles,
tres alcachofas y tres cebollas. Les prometí llevar las cosas al río, al
amanecer.
—Puedes
hacerles el favor —dijo el anciano—, pues en algún momento ellos nos servirán a
nosotros.
—Si nos van a
servir no lo sé, pero yo les hice la promesa.
Mientras tanto,
el fuego de la chimenea se había apagado, el anciano cubrió con mucha ceniza
las brasas, apartó las relucientes piezas de oro y, al momento, su lamparita
iluminaba otra vez con el más hermoso esplendor, los muros de la casa se
cubrieron de oro y el perrito se transformó en el ónix más bello que podía uno
imaginar. La variación entre el color marrón y negro de la piedra preciosa
hacía de ella una obra de arte rarísima.
—Toma tu cesto
—dijo el viejo— y coloca dentro el ónix; toma después las tres coles, las tres
alcachofas y las tres cebollas, ponlas alrededor y llévalo todo al río. Hacia
el mediodía hazte transportar por la serpiente, visita a la hermosa Azucena y
¡llévale el ónix! Ella lo revivirá con su tacto al igual que por lo mismo mata
todo lo vivo. En él tendrá un fiel compañero. Dile que no esté triste, que su
salvación está cerca, que la desgracia más grande puede considerarla como la
más grande fortuna, pues ya es el tiempo.
La vieja
preparó su cesto y se puso en camino al amanecer. El sol naciente brillaba con
claridad desde el otro lado del río, cuyas aguas resplandecían a lo lejos; la
mujer caminó con paso lento ya que el cesto le oprimía la cabeza y, sin
embargo, no era el ónix lo que la fatigaba. Lo muerto que sobre sí llevaba no
lo sentía, pues le permitía levantar su cesto hacia lo alto y flotar sobre su
cabeza. Pero cargar una fresca legumbre o un pequeño animal vivo le era
sumamente pesado. Hubo de caminar malhumorada un trecho, cuando, asustada de
pronto, se paró en seco pues estuvo a punto de pisar la sombra del gigante, que
se extendía a través del llano hacia donde ella se encontraba. Y sólo hasta ese
momento hubo de ver al descomunal gigante, que se había bañado en el río,
salido del agua, sin que ella supiera cómo apartarse. En cuanto él la advirtió,
comenzó entre bromas a saludarla y las manos de su sombra alcanzaron el cesto.
Con desenvoltura y agilidad tomaron una col, una alcachofa y una cebolla y las
llevaron a su boca, después de lo cual el gigante caminó río arriba dejando
libre el camino a la mujer.
Pensó si
no sería mejor regresar y sustituir con las de su jardín las piezas que
faltaban, y mientras tanto continuó su camino en medio de estas dudas de manera
que pronto llegó al borde del río. Estuvo largo tiempo en espera del barquero,
a quien finalmente vio en compañía de un extraño viajero. Un hombre joven,
noble y hermoso al que no se cansaba de ver descendió de la barca.
—¿Qué traéis?
—clamó el anciano.
—Son las
legumbres que los fuegos fatuos os deben —replicó la mujer, mostrándole su
mercancía. Cuando el viejo observó dos de cada uno de los géneros se puso de
mal humor y aseveró que no podía aceptarlos. La mujer le rogó encarecidamente
que las aceptara, le contó que en ese momento no le era posible volver a casa y
que la carga le sería muy pesada en el camino que tenía por delante. El
barquero insistió en su desdeñosa respuesta asegurándole que ni siquiera
dependía de él.
—Lo que me
corresponde a mí tengo que reunirlo durante nueve horas y no puedo aceptar nada
mientras no hayáis tributado al río la tercera parte.
Después de
mucho discutir, respondió por fin el viejo:
—Hay todavía un
medio. Si os ofrecéis como garante ante el río y os confesáis como deudora,
entonces acepto las seis piezas. Pero existe algún peligro.
—¿Pero si
cumplo con mi palabra no corro ningún peligro?
—No, el más
mínimo. Meted vuestra mano en el río —continuó el viejo— y prometed que queréis
pagar la deuda antes de que transcurran veinticuatro horas.
La
anciana lo hizo así. ¡Pero cómo se asustó al sacar su mano del agua, negra como
carbón! Increpó vehementemente al anciano asegurando que sus manos habían sido
siempre lo más hermoso en ella y que, a pesar del trabajo duro, ella había
sabido mantener estos nobles miembros blancos y gráciles. Miró su mano con
enorme disgusto y exclamó, con desesperación:
—¡Esto es aun
peor! Yo veo que además se encoge, está mucho más pequeña que la otra.
—Ahora sólo lo
parece —dijo el viejo—. Pero si vos no cumplís vuestra palabra, puede volverse
realidad. La mano encogerá poco a poco y finalmente desaparecerá del todo sin
que os véais impedida de su uso. Podréis realizar cualquier cosa con ella, sólo
que nadie la podrá ver.
—Preferiría
verme impedida de su utilidad con tal de que no desapareciese —dijo la vieja—.
Por ahora esto no significa nada. Mantendré mi palabra para verme librada de
esta negra piel y de mi preocupación.
Tomó el
cesto con premura y lo sostuvo encima de su coronilla dejándolo flotar
libremente en el aire y, a la carrera, siguió detrás del joven, quien caminaba
pensativo y sin prisa. Su apuesta figura y su extraña vestimenta habían
impresionado profundamente a la anciana.
Su pecho estaba
cubierto con una reluciente coraza bajo la cual todas las partes de su hermoso
cuerpo se movían. De sus hombros colgaba un manto purpúreo, en su cabeza
descubierta ondeaba un cabello castaño de hermosos rizos; su rostro encantador
estaba expuesto a los rayos del sol al igual que sus bien proporcionados pies.
Con desnuda planta caminó relajadamente sobre la quemante arena y un profundo
dolor parecía insensibilizarlo ante toda impresión externa. La anciana intentó
atraerlo locuazmente a su conversación, pero él tan sólo le respondió con
escasas palabras, de manera que finalmente, no obstante sus bellos ojos, ella
se dio por vencida de dirigirle siempre la palabra y se despidió de él
diciendo:
—Vais demasiado
lento, mi señor. No puedo entretenerme antes de cruzar el río con la ayuda de
la serpiente verde para llevarle a la hermosa Azucena el exquisito regalo que
mi marido le envía.
Con estas
palabras se alejó presurosamente, y con la misma prisa el joven se animó a
seguirla.
—¡Vais con la
hermosa Azucena! —exclamó él—. Entonces llevamos el mismo camino. ¿Qué regalo
es el que lleváis con vos?
—Señor mío
—contestó la señora, algo cambiada—, no es justo que después de que vos
rechazárais mis preguntas tan secamente, interroguéis ahora con tanta vivacidad
por mis secretos. Si de otro modo queréis aceptar un intercambio y contarme
vuestras aventuras, entonces no ocultaré cuál es mi situación ni qué clase de
regalo es el mío.
Pronto se
entendieron; la mujer le confió su situación así como la historia del perro y
le dejó ver el hermoso regalo.
Al
instante, extrajo del cesto la obra de arte natural y tomó al dogo, que parecía
estar durmiendo dulcemente entre sus brazos.
—¡Qué feliz
animal! —exclamó—. Pronto serás tocado por sus manos, serás revivido por ella
mientras que los vivos huyen de ella para no sufrir un triste destino. ¡Pero
¿por qué digo "triste"? ¿No es mucho más triste y angustioso ser
paralizado ante su presencia que morir al contacto de su mano? ¡Mírame! —dijo a
la anciana—. ¡Cuán miserable es la condición que a mi edad tengo que soportar!
Esta coraza que llevé con honor durante la guerra, este manto purpúreo que
intenté merecer a través de un sabio gobierno me los otorgó el destino, aquélla
como una carga inútil y el otro como un adorno insignificante. Corona, cetro y
espada están perdidos. Por lo demás, estoy tan desnudo y menesteroso como
cualquier hijo de la tierra, pues tan infelices se ven sus hermosos ojos azules
que a todos los seres vivos les quita sus fuerzas y todos aquellos a quienes su
mano no mata se sienten trasladados a un estado de errabundas sombras vivas.
Así
continuó lamentándose y de ninguna manera satisfacía la curiosidad de la
anciana, que no solamente quería saber acerca de su estado interior, sino
también de su circunstancia externa. No supo ni el nombre de su padre ni el de
su reino. Acarició al petrificado dogo, al que los rayos del sol y el pecho
tibio del joven habían dado color como si estuviera vivo. El joven no dejó de
preguntar por el hombre de la lámpara, por los efectos de la luz sagrada y, en
su triste situación, de esto parecía prometerse mucho para el porvenir.
Mientras
avanzaban conversando vieron brillar bajo el resplandor del sol, a lo lejos y
de la forma más maravillosa, el majestuoso arco del puente, que se tendía de
una orilla a otra. Ambos quedaron admirados pues jamás habían visto esa
construcción bajo un aspecto tan hermoso.
—¡Cómo!
—exclamó el príncipe—. ¿No era ya suficientemente hermoso ante nuestros ojos,
como el jaspe y el prasio, cuando estaba recién construido? ¿No tiene uno el
temor de pisarlo pues parece estar fundido en la variedad más animada de
esmeralda, crisopasio y crisolito?
Ambos
ignoraban el cambio que había adquirido gracias a la serpiente, pues era ésta
la que cada mediodía se elevaba sobre el río en esa audaz forma de puente. Los
viajeros posaron su planta con respeto y, en silencio, caminaron a través de
ella.
Apenas hubieron
llegado al otro lado, el puente empezó a balancearse y a moverse, en breve tocó
la superficie del agua y la serpiente verde acompañó en su extraña figura a los
viajeros que ya iban por tierra. Ninguno de los dos había apenas dado las
gracias por pisar su torso cuando notaron que, además de ellos tres, tenía que
haber otras personas entre el grupo, las cuales, sin embargo, no podían ver con
sus propios ojos. A su lado oyeron un siseo al que la serpiente respondió
igualmente con otro siseo; aguzaron el oído y por fin pudieron entender lo
siguiente:
—Investigaremos
primero de incógnito en el jardín de la bella Azucena —dijeron distintas voces—
y os rogamos que al anochecer, cuando estemos presentables, nos llevéis ante la
perfecta beldad. Nos encontraréis en el borde del gran lago.
—Así lo haremos
—respondió la serpiente y un siseante sonido se perdió en el aire.
Nuestros
tres viajeros se consultaron entonces en qué orden querían presentarse ante la
beldad; pues aunque podía estar rodeada de varias personas. éstas sólo podían
presentarse ante ella por separado y retirarse ya que, de otro modo, se verían
sometidas a intensos dolores.
La mujer,
con el perro transformado dentro del cesto, se acercó primeramente al jardín y
buscó a su protectora, quien era fácil de encontrar pues en esos momentos
cantaba acompañándose con una lira. Los suaves tonos se manifestaron primero
como anillos sobre la superficie del lago silencioso, después como un ligero
vientecillo que puso en movimiento abrojos y matorrales. En una verdosa
glorieta, a la sombra de un bello conjunto de variados árboles, a la primera
vista hechizó, como de costumbre, los ojos, el oído y el corazón de la mujer,
que se acercó encantada jurándose a ella misma que la beldad se había hecho más
hermosa todavía durante su ausencia. Ya desde lejos la buena mujer, saludándola
y elogiándola, exclamó ante la más amable de todas las doncellas:
—¡Qué dicha
veros! ¡Qué celestial diafanidad esparce vuestra presencia en torno vuestro!
¡Qué grácil se ve vuestra lira apoyada en vuestro regazo! ¡Cuán delicadamente
la ciñen vuestros brazos, qué añoranza parece tener por vuestro pecho y qué
tiernamente se escucha bajo el tacto de vuestros finos dedos! ¡Tres veces
dichoso el mancebo al que prometisteis tomar su lugar!
Se hubo
acercado al pronunciar estas palabras; la hermosa Azucena abrió los ojos, dejó
caer sus manos y replicó:
—¡No me
entristezcas con importunos elogios! Eso sólo me hace sentir más honda mi
desdicha. Mira, aquí a mis pies está el pobre canario muerto. Acostumbraba
posarse sobre mi lira y, gracias a mi esmero en su educación, evitaba tocarme.
Hoy, después de haberme reconfortado del sueño, al comenzar una serena canción
matinal y al escucharle a mi pequeño cantarín, más alegre que nunca, sus
armoniosos trinos, un azor se lanzó por encima de mi cabeza. Mi pobre
animalillo, asustado, se refugió dentro de mi pecho y en ese instante sentí los
últimos estertores de la vida que lo abandonaba. Cierto que tocado por mi
mirada, el criminal caminó desfalleciente al borde del agua, pero ¡de qué pudo
servirme su castigo! Mi adorado está muerto y su tumba solamente hará crecer
más los tristes abrojos de mi jardín.
—¡Animaos,
hermosa Azucena! —exclamó la mujer, secándose una lágrima que el relato de la
infeliz doncella le había provocado—. ¡Esforzaos! Mi edad puede mostraros que
debéis moderar vuestra tristeza y considerar la desdicha más grande como un
indicio de la más grande fortuna, pues ya ha de ser el tiempo. Y en verdad
—continuó la anciana— muy revuelto anda el mundo. ¡Ved tan sólo mi mano, qué
negra se ha puesto! ¡En verdad que está mucho más pequeña y debo darme prisa antes
de que desaparezca completamente! ¿Por qué debería mostrarme tan complaciente
ante esos fuegos fatuos? ¿Por qué debía yo encontrarme con el gigante y por qué
debía de meter mi mano en el río? ¿No me podéis dar una col, una alcachofa y
una cebolla? De ese modo, se los llevaré al río y mi mano se pondrá blanca como
antes, de manera que la podré poner casi al lado de la vuestra.
—Coles y
cebollas podríais aún encontrarlas en cualquier sitio, pero en vano buscaréis
alcachofas. Todas las plantas de mi jardín no tienen ni pétalos ni frutos pero
cada ramita que quiebro y planto en la tumba de un ser querido reverdece de
inmediato y rápidamente crece. Por desgracia, he visto crecer todos estos
grupos de matorrales y florestas. Las umbelas de estos pinos, los obeliscos de
estos cipreses, los colosos de encinos y hayas, todos, fueron ramas diminutas
plantadas por mi mano como tristes monumentos en un suelo normalmente infértil.
La vieja
había prestado poca atención a este discurso mientras sólo observaba su mano,
la cual, en presencia de la hermosa Azucena, se volvía más y más negra y
parecía disminuir a cada minuto. Quería tomar su cesto y estaba a punto de irse
cuando sintió que había olvidado lo mejor. En seguida extrajo al dogo
convertido y lo colocó sobre el prado, no lejos de la hermosa mujer.
—Mi marido
—dijo la vieja— os manda este presente. Sabéis que podéis revivir esta piedra
preciosa apenas la toquéis. Este bueno y fiel animalillo os dará con seguridad
mucha alegría, y la tristeza de que yo lo haya perdido puede aligerarse con la
idea de que vos lo poseéis.
La hermosa
Azucena miró con placer al manso animal y, según podía apreciarse, con
admiración.
—Coinciden
muchos signos que me inspiran gran esperanza —dijo ella—. Pero ¡ay!, ¿no es
acaso una locura propia de nuestra naturaleza que cuando coinciden muchas
desgracias nos imaginemos que lo mejor está cerca?
¿Cómo han de
ayudarme tantos buenos signos? ¿El ave muerta, la negra mano de mi amiga? ¿El
dogo convertido en joya tiene así su fiel imagen? ¿Acaso no me lo ha enviado la
lámpara? Alejada del dulce gozo humano, Estoy por cierto hermanada a la
desdicha. ¡Ay! ¿Por qué no está el templo junto al río? ¿Por qué el puente no
está todavía construido?
Con cierta
impaciencia había escuchado la mujer estos versos que la hermosa Azucena había
acompañado con los agradables sonidos de su lira y que a cualquier otro hubiera
encantado. Apenas quiso retirarse cuando de nuevo le fue impedido por la
llegada de la serpiente verde. Ésta había escuchado los últimos versos de la
canción, por lo que al momento, llena de confianza, le infundió coraje.
—¡La profecía
del puente se ha cumplido! —exclamó—. Preguntad tan sólo a esta buena mujer qué
hermoso se muestra el arco en este momento. Lo que normalmente era jaspe opaco,
lo que sólo era prasio a través del cual la luz atravesaba cuando mucho sus
bordes, se ha vuelto ahora una transparente joya. Ningún berilo es tan claro y
ninguna esmeralda tiene tan hermoso color.
—En tal caso os
deseo suerte —dijo Azucena—, mas perdonadme si no creo cumplida aún la
profecía. Sobre el elevado arco de vuestro puente sólo pueden pasar peatones, y
se nos ha prometido que pasarán caballos y carros y viajeros de todas clases,
yendo y viniendo al mismo tiempo sobre el puente. ¿No se os ha profetizado acerca
de los grandes pilares que se levantarán desde el río mismo?
La vieja
había clavado en todo momento su mirada sobre la mano; en ese instante
interrumpió la conversación y se despidió ceremoniosamente.
—Aguarda un
momento más —dijo la hermosa Azucena— y lleva a mi pobre canario. Ruega a la
lámpara que lo convierta en un hermoso topacio. Yo lo quiero revivir con mis
manos y él, junto con vuestro buen Mops, serán mi mejor esparcimiento; pero
¡apresúrate lo más que puedas!, pues con la puesta del sol una insoportable
descomposición atacará al pobre animal y desgarrará para siempre el conjunto de
su hermosa figura.
La
anciana colocó el diminuto cadáver entre tiernas hojas dentro del cesto y se
retiró a toda prisa.
—Sea lo que
fuere —dijo la serpiente, continuando la conversación interrumpida— , el templo
está construido.
—Pero aún no
está en el río —replicó la hermosa mujer.
—Aún reposa en
las profundidades de la tierra —dijo la serpiente—. Yo he visto a los reyes y
he hablado con ellos.
Pero ¿cuándo se
levantarán? —preguntó Azucena.
La serpiente
replicó:
—Escuché las
grandes palabras resonar dentro del templo: "El tiempo ha llegado".
Una agradable
alegría se extendió por el rostro de la beldad:
—Pues hoy
escuché —dijo ella— las venturosas palabras por segunda ocasión. ¿Cuándo
llegará el día que las escuche por tercera vez?
Se
levantó y, de inmediato, detrás de un matorral, surgió una encantadora muchacha
que recibió de sus manos la lira. A ésta la siguió otra que plegó el catrecillo
tallado en marfil, en el cual había estado sentada Azucena, y bajo su brazo
tomó el plateado almohadón. Una tercera, que llevaba una gran sombrilla bordada
con perlas, se presentó en espera de que Azucena llegara a necesitarla en caso
de hacer su paseo. Eran estas tres muchachas de una expresión incomparablemente
bella y encantadora y, sin embargo, tan sólo resaltaba la belleza de Azucena de
modo que cada una terminó por reconocer que no podían compararse con ella.
Mientras tanto, la hermosa Azucena había observado con placer al magnifico
perro. Se inclinó hacia él, lo tocó y, en ese instante, se levantó de un salto.
Se volvió vivazmente, corrió de un lado a otro y por último se arrojó sobre su
bienhechora saludándola de la manera más amable. Ella lo tomó en sus brazos y
lo estrechó contra su pecho.
—¡Qué frío
estás! Y aunque sólo anida en ti la mitad de la vida, eres bienvenido. Te
quiero amar tiernamente, jugar contigo, mimarte y estrecharte con todas mis
fuerzas cerca de mi corazón.
En ese momento
lo soltó, lo alejó de sí, volvió a llamarlo, jugó con él y corretearon inocente
y vivazmente sobre el prado, de tal manera que había que ver su alegría con
nuevo encanto y participar de ella, al igual que un momento después su tristeza
había afluido a todos los corazones.
Esa alegría, esos
graciosos juegos fueron interrumpidos por la llegada del joven triste. Se
aproximó de la manera como ya lo hemos visto; sólo que el calor del día parecía
haberlo fatigado todavía más, y ante la presencia de su amada empalidecía más a
cada instante. Llevaba el azor en su mano, posado tranquilamente, como una
paloma, dejando caer sus alas.
—No es amable
—exclamó Azucena, dirigiéndose a él—que traigas ante mi vista el odioso animal,
el monstruo que ha matado a mi pequeño cantarín.
—¡No riñas a la
infeliz ave! —replicó el joven—. Acúsate más bien a ti misma y al destino, y
concédeme que permanezca en compañía de mi hermano de miserias.
Mientras
tanto, el perro no cesaba de importunar a la beldad, a lo cual ella le
correspondía con las muestras más cariñosas. Palmeó sus manos a fin de
apartarlo; después al punto se dirigió para atraerlo de nuevo. Intentaba
cogerlo cuando él huía y ahuyentarlo cuando intentaba acercarse a ella. El
joven observaba en silencio y con creciente disgusto. Pero finalmente, como ella
tomara en sus brazos al feo animalillo, que a él le parecía del todo horrible,
lo apretara contra su blanco regazo y besara su negro hocico con sus
celestiales labios, se le agotó por completo la paciencia y exclamó, lleno de
desesperación:
—¿Es que debo
yo, tal vez para siempre y por un triste destino, vivir privado de tu
presencia, de ti, por cuya causa he perdido todo, incluso a mí mismo, ver ante
mis ojos que una criatura tan antinatural te provoque alegría, que gane tu
afecto y pueda disfrutar de tu abrazo? ¿Debo ir vagando por más tiempo de un
lado a otro y completar el triste círculo cruzando el río de una a otra de sus
orillas? No. Aún palpita una chispa del antiguo heroísmo en mi pecho. ¡Que en
este momento se levante crepitante por última vez! Si piedras pueden reposar en
tu seno, entonces que me convierta en piedra; si tu tacto mata, entonces quiero
morir en tus manos.
Dijo
estas palabras con ademanes vehementes; el azor voló de su mano, pero él se
arrojó hacia la hermosa muchacha cuando ella alzó sus manos para detenerlo y,
con horror, sintió ella la adorada carga en su seno. Con un grito retrocedió y
el encantador mancebo se desplomó desde la altura de sus brazos.
¡La
desgracia había ya sucedido! La dulce Azucena estaba de pie, inmóvil, mirando
absorta el cadáver inánime. El corazón parecía paralizársele dentro del pecho y
sus ojos estaban sin lágrimas. En vano el doguillo intentaba atraerla con
movimientos amistosos; para ella todo el mundo había muerto con él. En su muda
desesperación no buscó ayuda pues ya no esperaba ninguna.
Por el
contrario, la serpiente se movió con la mayor presteza; parecía tener en mente
una forma de salvarlo y, en efecto, sus extraños movimientos servían al menos
para impedir de momento las inminentes terribles consecuencias de la desgracia.
Con su flexible cuerpo describió un amplio circulo en torno al cadáver, tomó la
punta de su cola con los colmillos y se mantuvo inmóvil.
Poco después
apareció una de las más hermosas doncellas de Azucena que traía consigo el
catrecillo de marfil e instó a la beldad, con gestos amables, a que se sentara;
poco después llegó la segunda de ellas, que llevaba un velo rojo que colocó
sobre la cabeza de su señora, ornamentándola más que cubriéndola; la tercera le
dio la lira y, apenas había ella tomado el precioso instrumento y arrancado
algunos tonos a las cuerdas, cuando la primera regresó con un redondo y claro
espejo, se sentó ante la beldad, captó sus miradas y le presentó la imagen más
agradable que podía hallarse en la naturaleza. El dolor acrecentaba su
hermosura, el velo, sus encantos, la lira, su gracia; y cuanto más deseaba uno
ver cambiar su triste situación, tanto más deseaba uno mantener su imagen tal y
como aparecía en esos momentos.
Con una
muda mirada hacia el espejo, tan pronto como arrancaba sonidos melodiosos, su
dolor parecía aumentar y las cuerdas respondían vehementemente a su lamento.
Varias veces hizo el intento de cantar, pero la voz se le quebraba; pronto su
dolor se disolvió en lágrimas, las doncellas la tomaron del brazo en su ayuda,
la lira cayó de su falda. Apenas tomó la solícita sierva el instrumento, lo
puso a su lado.
—¿Quién nos
trae al hombre de la lámpara antes de que el sol desaparezca? — siseó suave
pero comprensiblemente la serpiente.
Las
muchachas se miraron entre sí y las lágrimas de Azucena fueron en aumento. En
ese instante, la mujer del cesto regresó, desalentada.
—¡Estoy perdida
e inválida! —exclamó ella—. ¡Mirad cómo mi mano casi ha desaparecido! Ni el
barquero ni el gigante me quieren transportar porque aún soy deudora del agua;
en vano he ofrecido cien coles y cien cebollas: no quieren más que tres piezas
y ninguna alcachofa puede encontrarse en esta región.
—Olvidad
vuestra pena —dijo la serpiente— y tratad, de ayudar aquí. Tal vez al mismo tiempo
se os pueda ayudar. Apresuraos todo lo que podáis para encontrar a los fuegos
fatuos; aún queda suficiente luz para verlos pero tal vez podáis escuchar sus
risas y su alboroto. Si ellos se apresuran, el gigante os llevará todavía al
otro lado del río y entonces podréis encontrar al hombre de la lámpara y
enviarlo aquí.
La mujer
corrió tan aprisa como pudo y la serpiente parecía esperar el regreso de ambos
con la misma impaciencia que Azucena. El rayo del sol poniente doraba por
desgracia ya tan sólo la punta más alta de los árboles y de la maleza, y largas
sombras se extendían sobre el lago y los prados; la serpiente se movía con
impaciencia y Azucena se deshacía en lágrimas.
En ese
trance, la serpiente miraba en torno suyo pues temía a cada momento que el sol
se ocultase, que la podredumbre penetrase en el círculo mágico y atacara
inconteniblemente al apuesto mancebo. Por fin, vio en lo alto del cielo al azor
con su purpúreo plumaje y cuyo pecho reflejaba los últimos rayos del sol. Se
estremeció de alegría ante la buena señal; y no se equivocaba pues poco después
vio al hombre de la lámpara deslizarse por encima del lago como si patinara.
La serpiente no
cambió de posición pero Azucena se puso de pie y le gritó:
—¿Qué buen
espíritu te envía en este momento en que te deseamos y necesitamos tanto?
—El espíritu de
mi lámpara me impulsa —replicó el viejo—, y el azor me condujo hasta aquí. Mi
lámpara chisporrotea cuando alguien me necesita y yo solamente busco la señal
en el cielo; cualquier ave o meteoro me señala la dirección o el sentido hacia
donde debo dirigirme. ¡Estad tranquila, bella doncella! Yo no sé si puedo
ayudar, uno solo no ayuda sino el que se une en la hora precisa con muchos.
Dejadnos diferir y esperad. Mantén tu circulo cerrado —continuó, dirigiéndose a
la serpiente y sentándose al lado suyo, sobre un montículo de tierra y
alumbrando el cuerpo muerto.
—¡Traed también
al buen canario y colocadlo dentro del círculo!
Las
muchachas tomaron del cesto el pequeño cadáver que la vieja había dejado allí y
obedecieron a la voz del hombre.
Mientras
tanto, el sol se había ocultado y, a medida que la oscuridad aumentaba, no sólo
la serpiente y la lámpara del hombre comenzaron a resplandecer, cada quien a su
modo, sino que también el velo de Azucena despedía una tenue luz que coloreaba
sus pálidas mejillas y su vestido blanco como una tierna aurora de una gracia
infinita. Uno al otro se miraron intercambiando miradas en una muda
contemplación; preocupación y tristeza estaban apaciguadas por una firme esperanza.
Por ello,
no parecía menos gratificante mirar a la vieja en compañía de los vivaces
fuegos, quienes entre tanto debían haber gastado mucho pues se habían puesto
extremadamente magros, a pesar de lo cual se comportaban de lo más comedidos
frente a la princesa y las demás doncellas. Con entero aplomo y locuaz
expresividad dijeron cosas bastante vulgares; se mostraron sobre todo muy
receptivos, especialmente ante el encanto que el reluciente velo expandía sobre
Azucena y sus acompañantes. Las mujeres bajaron modestamente sus miradas y el
elogio de su belleza en verdad las embellecía. Todo el mundo estaba contento,
tranquilo, excepto la anciana. Pese a que su marido afirmaba que su mano no
podía disminuir más mientras estuviese expuesta a la luz de la lámpara, ella
aseguró más de una vez que, de continuar así, ese noble miembro desaparecería
del todo antes de la medianoche.
El viejo
de la lámpara había escuchado atentamente la conversación de los fuegos fatuos
y estaba contento de que Azucena se hubiera distraído y alegrado con esa
conversación. Y, en efecto, llegó la medianoche, no se sabía cómo. El viejo
miró las estrellas y entonces comenzó a decir:
—Estamos
reunidos en la feliz hora, desempeñe cada quien su trabajo, cada uno cumpla con
su obligación y una felicidad colectiva disolverá los pesares de cada quien al
igual que la desgracia de todos consume las alegrías de cada uno.
Después de
dichas estas palabras, surgió un maravilloso barullo pues todos los presentes
hablaron por sí mismos y expresaron en voz alta lo que tenían que hacer; sólo
las tres doncellas permanecían en silencio, vencidas por el sueño; una al lado
de la lira, la otra a la vera del parasol y la tercera junto al catrecillo, y
no se les podía tomar a mal pues era ya tarde. Los flamígeros jóvenes, después
de breves galanterías que también habían dedicado a las siervas, habían acabado
por referirse a Azucena como la más hermosa.
El anciano dijo
al azor:
—Toma el espejo
y con los primeros rayos del sol alumbra a las durmientes y despiértalas desde
la altura con el reflejo de la luz.
La serpiente
comenzó a agitarse, deshizo el círculo y se movió en grandes ondulaciones hacia
el río. Los fuegos fatuos le siguieron con la mayor ceremonia de modo que podía
uno considerarlos como las llamas más serias. La anciana y su marido tomaron el
cesto, cuya tenue luz no se había advertido hasta ese momento, lo estiraron por
ambos lados hasta hacerlo más y más grande y resplandeciente; en seguida
introdujeron el cadáver del mancebo y colocaron el canario en su pecho. El
cesto se elevó en el aire y flotó sobre la cabeza de la vieja, quien siguió el
camino de los fuegos fatuos. La bella Azucena tomó al perrillo entre sus brazos
y siguió a la anciana; el hombre de la lámpara cerraba el séquito mientras la
región estaba iluminada de la más extraña manera por estas diversas luces.
No sin
escasa admiración, el grupo, al llegar al río, vio elevarse un arco precioso
sobre el mismo, encima del cual la serpiente bienhechora les preparó un camino
esplendoroso. Si durante el día uno había admirado las transparentes gemas de
las que se apreciaba estar construido el puente, entonces durante la noche se
admiraba uno de su resplandeciente hermosura. En la parte superior el claro
círculo se destacaba del oscuro cielo, mientras que en la parte inferior
refulgían vivos destellos hacia el centro mostrando la cambiante solidez de la
construcción. La comitiva atravesó con lentitud y el barquero, que miraba a lo
lejos desde su choza, contemplaba con admiración el círculo resplandeciente y
las extrañas luces que por encima del mismo se agitaban.
Apenas llegaron
a la otra orilla cuando el arco comenzó a balancearse de un modo singular al
aproximarse el agua ondulante. Poco después la serpiente se arrastraba por
tierra, el cesto se asentó en el suelo y la serpiente volvió a cerrar su
circulo; el anciano se inclinó ante ella y dijo:
—¿Qué has
decidido?
—Sacrificarme
antes de que me sacrifiquen —replicó la serpiente—. Prométeme que no vas a
dejar en tierra una sola piedra.
El anciano se lo
prometió y dijo después a la bella Azucena:
—¡Posa tu mano
izquierda sobre la serpiente y la derecha sobre tu amado!
Azucena
se arrodilló y tocó de ese modo a la serpiente y al cadáver. En ese instante,
éste pareció retornar a la vida; se agitó dentro del cesto e incluso se
incorporó para sentarse. Azucena lo quiso abrazar pero el viejo la retuvo; así,
ayudó al mancebo a levantarse sosteniéndolo cuando salía del cesto y del
círculo.
El joven
estaba de pie, el canario revoloteaba en su hombro; había de nuevo vida en
ambos pero el espíritu aún no había retornado. El apuesto mancebo tenía los
ojos abiertos pero no veía, al menos parecía mirar todo sin interés alguno y,
apenas se hubo moderado un tanto la admiración ante este fenómeno, se hizo
notar la extraña manera en que se había transformado la serpiente. Su esbelto y
hermoso cuerpo se había descompuesto en miles y miles de refulgentes piedras
preciosas; la vieja, que al descuido quiso tomar su cesto, había tropezado con
ellas y no se vio más la figura de la serpiente; tan sólo un hermoso círculo de
resplandecientes gemas quedó sobre la hierba.
El
anciano dio indicios de meterlas en el cesto, a lo cual su esposa tuvo que
ayudarle. Ambos llevaron luego el cesto hacia la orilla, en un sitio elevado, y
él arrojó toda la carga al río no sin el disgusto de su mujer y de las demás
doncellas, a quienes les hubiera gustado elegir algunas para sí. Las gemas,
como resplandecientes y fulgurantes estrellas, nadaron entre el oleaje y no
podía distinguirse si se perdían a lo lejos o se sumergían.
—Señores míos
—dijo el anciano encarecidamente a los fuegos fatuos—, en adelante voy a
enseñaros el camino abriendo el paso; mas esperamos vuestra preciosa ayuda para
franquearnos la puerta del sagrado recinto, por la cual tenemos que entrar esta
vez y que nadie más que vosotros puede abrir.
Los
fuegos fatuos se inclinaron cortésmente y se quedaron detrás. El anciano avanzó
con la lámpara al interior de la caverna, que se abrió delante suyo. El joven,
casi mecánicamente, le siguió; silenciosa e insegura, Azucena se mantuvo a
cierta distancia detrás suyo, la vieja no quería quedarse atrás y alargó su
mano para que la luz de la lámpara de su marido pudiera alumbrarla sin sombra
alguna. Cerraron entonces los fuegos fatuos el séquito inclinando una hacia
otra las puntas de sus llamas como si conversaran.
No habían
andado mucho tiempo cuando el cortejo se halló delante de un gran portal de
bronce cuyas hojas estaban cerradas con una cerradura de oro. Al momento, el
anciano llamó a los fuegos fatuos quienes no vacilaron en consumir con sus
llamas más punzantes la cerradura.
El bronce
crujió cuando el portón saltó de pronto y aparecieron en el interior del
recinto sagrado las dignas imágenes de los reyes, iluminadas por las luces que
atravesaban desde el exterior. Todos y cada uno se inclinaron ante los
venerables monarcas y especialmente los fuegos fatuos no escasearon en
retorcidas genuflexiones.
Después de una
pausa, el rey de oro preguntó:
—¿De donde
venís?
—Del mundo
—contestó el viejo.
—¿A dónde vais?
—preguntó el rey de plata.
—Al mundo —dijo
el viejo.
—¿Qué queréis
de nosotros? —preguntó el rey de bronce.
—Os queremos
acompañar —dijo el viejo.
El rey
mixto estaba a punto de comenzar a hablar cuando el rey de oro dijo a los
fuegos fatuos, quienes se le habían acercado demasiado:
—¡Alejaos de
mí; mi oro no es para vuestro paladar! en esto se dirigieron al de plata y se
estrecharon a él; su traje relucía hermoso bajo los destellos dorados.
—Vosotros sois
bienvenidos —dijo él—, pero yo no os puedo alimentar: ¡llenaos afuera y traedme
vuestra luz! —se alejaron y caminaron en silencio pasando por donde estaba el
rey de cobre, que parecía no haberlos notado, y se dirigieron hacia el rey
mixto.
—¿Quién
dominará el mundo? —exclamó éste con voz tartamudeante.
—quien está en
sus pies —contestó el viejo.
—¡Ese soy yo!
—dijo el rey mixto.
—Eso se
manifestará —dijo el viejo—, pues el tiempo ha llegado.
La
hermosa Azucena se echó al cuello del anciano y lo besó muy cordialmente.
—Santo padre
—dijo ella—, mil veces te agradezco pues por tercera vez escucho estas palabras
enteramente proféticas.
Apenas
hubo exclamado lo anterior cuando se apoyó más fuertemente en el viejo pues el
piso comenzó a vacilar bajo sus pies; la vieja y el joven se tomaron también el
uno al otro; sólo los ágiles fuegos fatuos no se daban cuenta de nada.
Se podía
sentir claramente que todo el templo se movia como un navío que se alejara
suavemente fuera del puerto después de levar anclas; las profundidades de la
tierra parecían abrirse ante él al momento en que cruzaba. No chocó contra
nada, ninguna roca se interpuso en su camino.
Durante
unos instantes pareció caer una lluvia fina; el anciano sostuvo a la hermosa
Azucena más fuertemente y le dijo:
—Estamos debajo
del río y pronto habremos llegado a nuestro destino.
No mucho
después creyeron estar en calma pero se equivocaban: el templo se elevaba.
Entonces
surgió un ruido extraño por encima de sus cabezas. Tablas y vigas, en relación
amorfa, comenzaron a oprimir hacia adentro ruidosamente y en dirección a la
abertura de la cúpula. Azucena y la anciana saltaron a un lado, el hombre de la
lámpara sujetó al mancebo y lo detuvo en su sitio. La pequeña choza del
barquero —pues era ésta a la que el templo, al elevarse, había separado de la
tierra y había acogido— descendió lentamente cubriendo al joven y al viejo.
Las
mujeres gritaban mientras el templo se sacudía como un navío que chocase
insospechadamente contra la costa. Angustiadas, las mujeres erraban bajo el
crepúsculo en torno de la choza. La puerta estaba cerrada y nadie escuchaba sus
toquidos. Llamaron más fuerte y no fue poco su asombro cuando al final la
madera comenzó a resonar. Por la fuerza de la lámpara encerrada, la choza se
había convertido desde dentro en plata. No pasó mucho tiempo cuando incluso
cambió su figura, pues el noble metal abandonó las eventuales formas de las
tablas, de los pilares y de las vigas y se extendió hasta formar un precioso
edificio de un refinado trabajo. Había ahora un pequeño y hermoso templo en
medio del grande o, más bien, un altar digno de un templo.
Por una
escalera que ascendía desde el interior, el noble mancebo trepó hacia lo alto,
el hombre de la lámpara le alumbró y otro, que parecía apoyarlo, apareció
vestido en un traje blanco y corto con un ramo de plata en la mano; podía
inmediatamente reconocerse en él al barquero, el anterior habitante de la choza
transformada.
La bella
Azucena trepó por las escaleras exteriores que conducían del templo hacia el
altar; pero aún tenía que mantenerse alejada de su amado. La anciana, cuya mano
se había vuelto más pequeña mientras la lámpara se mantuvo oculta, exclamo:
—¿Debo
finalmente ser infeliz? ¿No hay manera de salvar mi mano con tantos milagros
que suceden?
Su marido le
señaló el portón abierto y le dijo:
—¡Mira, está
amaneciendo! ¡Date prisa y báñate en el río!
—¡Vaya consejo!
—exclamó ella—; ¡parece que debo ponerme toda negra y desaparecer del todo pues
no he pagado todavía mi deuda!
—Ve —dijo el
anciano— y sígueme. Todas las deudas están pagadas.
Fue la
vieja corriendo y, en ese momento, la luz del sol naciente apareció en la
cúspide de la cúpula. El anciano se colocó entre el joven y la doncella y
exclamó en voz alta:
—Son tres los
que dominan la tierra: la Sabiduría, el Esplendor y el Poder.
A la
primera palabra se levantó el rey de oro, a la segunda el de plata y a la
tercera, lentamente, se puso en pie el de bronce al momento en que el rey mixto
se sentó, aturdido de pronto.
Quien lo
vio no podía apenas contenerse de risa a pesar del solemne momento pues no se
sentaba ni se acostaba ni tampoco se apoyaba, sino que se había desplomado como
una masa amorfa.
Los fuegos
fatuos, que hasta entonces se habían ocupado de él, se hicieron a un lado.
Parecían volver a estar, no obstante su palidez a la luz matinal, bien
alimentados y de buenas llamas; habían lamido diestramente con sus agudas
lenguas las doradas vetas de la colosal imagen. Los irregulares y vacíos
espacios que se habían creado, permanecieron abiertos durante algún tiempo y la
figura se mantuvo en su posición anterior. Pero cuando, finalmente, las vetas
más tiernas fueron también consumidas la imagen se derrumbó y, por desgracia,
precisamente en aquellas partes que se mantienen enteras cuando el hombre se
sienta. En cambio, las articulaciones, que debían haberse doblado, se mantenían
firmes. Quien no fuera capaz de reírse tenía que apartar su mirada; la
combinación entre forma y masa resultaba repugnante a la vista.
El hombre
de la lámpara condujo entonces al apuesto joven, aunque con la mirada aún fija
durante el descenso del altar, clavada directamente en el rey de bronce. A los
pies del poderoso príncipe se hallaba, dentro de su funda, una espada sobre el
piso. El mancebo se la ciñó.
—¡La espada en
la izquierda, la derecha libre! —exclamó el poderoso rey.
Entonces
caminaron en dirección del rey de plata, quien inclinó su cetro hacia el joven.
Este lo tomó con la izquierda; con agradable voz, le dijo el rey:
—¡Pastoread
las ovejas!
Cuando
llegaron ante el rey de oro, éste le colocó al joven la corona de encinas con
gesto paternal, con el que le daba la bendición, y dijo:
—¡Reconoced lo
más elevado!
El viejo
había observado en todos sus detalles al joven durante esta celebración.
Después de ceñirse la espada elevó su pecho, sus brazos se movieron y sus pies
pisaron con más firmeza; tomando el cetro con la mano, la fuerza parecía
suavizarse y volverse más poderosa en virtud de un encanto indescriptible; pero
cuando la corona de encinas engalanó sus rizos, los rasgos de su rostro se
avivaron, sus ojos brillaron con una indescriptible espiritualidad y la primera
palabra en su boca fue:
"¡Azucena!"
—¡Querida
Azucena! —exclamó él al correr a su lado subiendo las escaleras de plata, pues
ella había observado sus pasos desde el pináculo del altar—. ¡Querida Azucena!
¿Qué mejor cosa puede desear un hombre dotado de todo que la inocencia y el
callado afecto que tu pecho me ofrece...? ¡Oh, mi amigo! —continuó,
dirigiéndose hacia el viejo y mirando a las tres imagenes sagradas—. Magnifico
y seguro es el reino de nuestros padres pero has olvidado la cuarta fuerza que
domina al mundo desde sus orígenes del modo más general y seguro: el poder del
Amor.
Con estas
palabras se echó al cuello de la hermosa joven; había tirado el velo y sus
mejillas se coloreaban del más hermoso e imperecedero rubor.
Entonces el
anciano dijo, sonriente:
—El amor no
gobierna pero nos templa, que es mejor.
En medio
de esta solemnidad, felicidad y encanto no se habían percatado de que el día
había nacido plenamente y, de golpe, les impresionaron aquellos objetos
totalmente inesperados por entre el portón abierto. Ante una gran plaza rodeada
de columnas se hallaba el vestíbulo, en cuyos confines se apreciaba un largo y
hermoso puente que cruzaba el río sobre innumerables arcos; estaban amplia y
hermosamente instalados en ambos lados para sus viajeros, con pasillos
arqueados en los cuales ya se hallaban congregados muchos miles de ellos, que
cruzaban afanosamente de un lado a otro. El gran camino central se animaba con el
paso de rebaños, mulas, jinetes y carros que, en ambos lados, fluctuaban en
corrientes sin estorbarse. Todos parecían admirarse ante la comodidad y el
lujo, y el nuevo rey y su esposa estaban encantados con el movimiento y la vida
de este gran pueblo, al igual que su mutuo amor los hacía felices.
—¡Honrad la
memoria de la serpiente! —dijo el hombre de la lámpara—. Le debéis la vida, tu
pueblo le debe el puente por el cual las dos orillas se unen y se vivifican
como pueblos. Aquellas resplandecientes gemas que están en el agua, los restos
de su cuerpo sacrificado, son los pilares de este hermoso puente. Sobre ellos
ella misma se edificó y sola se mantendrá.
Quisieron
reclamarle la aclaración de este maravilloso secreto cuando cuatro hermosas
jóvenes entraron en el portón del templo. Por la lira, la sombrilla y el
catrecillo podían reconocerse en seguida a las acompañantes de Azucena, pero la
cuarta, más bella que las otras tres, era una desconocida que andaba corriendo
con ellas a través del templo, bromeando como entre hermanas y subiendo las
escaleras de plata.
—¿En el futuro
me vas a creer más, querida esposa? —dijo el hombre de la lámpara a esta
hermosa mujer—. ¡Que tú y toda criatura que se baña esta mañana en el río se
llene de dicha y prosperidad!
La rejuvenecida
y embellecida anciana, de cuyas formas no quedaba ni rastro, abrazó con
revividos y juveniles brazos al hombre de la lámpara, que recibía complaciente
sus caricias.
—Si te parezco
demasiado viejo —dijo él, sonriendo— entonces puedes escoger a otro esposo.
Desde hoy, ningún matrimonio es válido si no se contrae de nuevo.
—Es que no
sabes —replicó ella— que tú también te has vuelto más joven.
—Me alegra si a
tus ojos parezco un gallardo mancebo. Yo acepto de nuevo tu mano y viviré con
gusto junto a ti durante el siguiente milenio.
La reina
le dio la bienvenida a su nueva amiga y descendió con ella y sus demás
compañeras de juegos mientras el rey, en medio de los dos hombres, miraba hacia
el puente y contemplaba con atención el vívido gentío de su pueblo.
Pero no
duró mucho su satisfacción; advirtió un objeto que durante un momento le
provocó disgusto. El gigante, que parecía aún no haberse reincorporado de su
siesta matinal, se tambaleaba a través del puente y causaba allí mismo gran
desorden. Como siempre, se había levantado somnoliento pensando en bañarse en
la conocida bahía del río. En vez de ésta, se encontró con tierra firme y
caminó a tientas sobre el ancho empedrado del puente. Si bien entró entre
personas y animales de la más torpe manera, era sin embargo ciertamente
admirada su presencia por todos sin resentirse nadie de ella. Pero, cuando el
sol le pegó en los ojos y él levantó las manos para restregárselos, la sombra
de sus inmensos puños pasó tan enérgica y torpemente detrás de él que personas
y animales se derrumbaron en grandes masas, sufriendo daños y corriendo peligro
de ser arrojados al río.
El rey,
al ver este desaguisado, dirigió su mano instintivamente hacia su espada pero
se contuvo y miró con tranquilidad primero su cetro, después la lámpara y por
último el remo de sus acompañantes.
—Adivino tus
pensamientos —dijo el hombre de la lámpara—, pero nosotros y nuestras fuerzas
somos impotentes contra este débil. ¡Estáte tranquilo! Está causando daño por
última vez y, por fortuna, se ha apartado de nosotros.
Mientras
tanto, el gigante se había acercado más, había bajado sus manos admirado por lo
que veían sus asombrados ojos; no hizo más daño y, boquiabierto, entró en el
vestíbulo.
Caminaba
hacia la puerta del templo cuando fue atrapado en medio del vestíbulo. Estaba
erecto como un colosal e inmenso obelisco de piedra de un bermejo esplendor y
su sombra mostraba las horas hechas en marquetería en forma de un círculo
trazado en torno suyo sobre el piso, no con números sino en nobles y simbólicas
imágenes.
No fue
poca la alegría del rey al ver la utilidad de la sombra del gigante ni poca la
sorpresa de la reina al subir con sus doncellas desde el altar, ornamentado con
exagerado lujo, cuando vio hacia el puente.
Mientras
tanto, el pueblo se había apretujado, detrás del gigante, siguiéndolo; y como
éste se mantuviese quieto, lo rodearon admirando su transformación. La multitud
partió de aquí hacia el templo, que hasta entonces parecieron advertir, y se
multiplicaron junto a la puerta.
El azor
volaba en ese momento en lo alto de la cúpula; con el espejo, captó la luz del
sol y la reflejó sobre el grupo, que estaba de pie en lo alto del altar. El
rey, la reina y sus acompañantes parecían iluminados por un celeste resplandor
dentro de la bóveda crepuscular del templo y el pueblo se arrodilló inclinando
la cabeza. Cuando se hubo recuperado y reincorporado la muchedumbre, el rey
descendió con los suyos dentro del altar para caminar, a través de pasadizos
secretos, hacia su palacio. Y el pueblo se dispersó dentro del templo para
satisfacer su curiosidad. Contemplaba, con arrobo y respeto, a los tres reyes
erguidos, pero estaba tanto más ávido de saber qué bulto se ocultaba bajo el
tapiz, dentro del cuarto nicho; pues quien haya sido, una modestia benévola
había extendido un precioso manto sobre el rey caído y que ningún ojo pudo
traspasar con la mirada ni mano alguna tiene permitido quitar.
El pueblo no
hubiera. encontrado fin a su admiración y contemplación y la masa que
continuaba entrando se hubiera aplastado dentro del templo si su atención no
hubiera sido atraída de nuevo hacia la gran plaza.
Inesperadamente,
cayeron del aire monedas de oro, resonando sobre las baldosas de mármol; los;
más cercanos se lanzaron a fin de apoderarse de ellas; aisladamente se repitió
ese milagro, es decir, aquí y alli. Se comprende que los fuegos fatuos se daban
otra vez gusto y malgastaban de manera alegre el oro de los miembros del rey
caído. Ávidamente, el pueblo corrió durante algún tiempo de un lado a otro, se
desgarró e incluso se desmoralizó debido a que cesaron de caer más monedas. Por
último, poco a poco fue dispersándose, siguió su camino y, hasta hoy en dia, el
puente pulula de viajeros y el templo es el mas visitado de toda la
tierra.
Recopilación: Museo Virtual de la Masonería (MVM)
Fuente: J. Pletsch: G. als Freimaurer, Leipzig, 1880; y R.
Guy, Goethe franc-maçon, París, 1974. Se ha seguido la traducción castellana de
Colección Grandes Clásicos, Johann W. J. W. Goethe, Obras Completas, tomo
I, México, D.F., 1991, pp. 824-839, 1008-1009 y 1149-1163.
https://es.wikipedia.org/wiki/Johann_Wolfgang_von_Goethe
https://www.diariomasonico.com/masones-famosos/obra-y-vida-masonica-de-goethe
http://www.goethe.de/ins/wwt/sta/enindex.htm
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