LAICIDAD
El principio de
laicidad es un elemento constituyente del sistema educativo francés desde
finales del siglo XIX. La enseñanza pública es laica desde la ley Jules Ferry
del 28 de marzo de 1882.
Iniciado francmasón el 8 de julio de 1875, en la Logia La
Clémente Amitié del Gran Oriente de Francia.
LAS LEYES FUNDAMENTALES DE JULES FERRY
1.
Ley del 8 de
marzo de 1880 (Enseñanza Superior): Prohíbe a los establecimientos libres el
título de universidad.
2.
Ley del 21 de diciembre
1880 (Enseñanza Secundaria): Reforma de los programas de 1880 y se fundan
escuelas abiertas para mujeres.
3.
Ley del 9 de
agosto de 1879 (Enseñanza Primaria): Instituye en cada provincia una escuela
normal para mujeres.
4.
Ley del 1º de
junio de 1878 y del 20 de marzo de 1883: Facilitan la construcción de las casas
escuelas.
5.
Ley del 16 de
junio de 1881 (Gratuidad total): Constituye la enseñanza primaria en servicio
público.
6.
Ley del 28 de
marzo de 1882: Obligatoriedad impuesta al padre de familia a enviar a sus hijos
a la escuela a partir de los 7 hasta los 13 años.
7.
Ley de 1882:
Laicidad de los locales.
8.
Ley de 1886:
Laicidad del personal.
Documento
Julio Ferry
Carta Circular
Dirigida por el
Señor Ministro de Instrucción pública a los maestros,
sobre la enseñanza
moral y cívica
París, 17 de noviembre
de 1883
Señor Maestro,
El año escolar que se acaba de abrir será el segundo de
aplicación de la ley de 28 de marzo de 1882. No quiero que empiece sin
dirigiros personalmente algunas recomendaciones que espero no os parecerán
superfluas después del primer año de experiencia que acabáis de pasar con el
régimen nuevo. De las diversas obligaciones que éste os impone, la que
seguramente os llega más al corazón, la que os produce el mayor aumento de
trabajo y de preocupación es la misión que se os ha confiado de dar a vuestros
alumnos la educación moral y la instrucción cívica; no os sabrá mal que
responda a vuestras preocupaciones tratando de fijar bien el carácter y el
objeto de esta nueva enseñanza, y para lograrlo mejor me permitiréis que me
ponga por un instante en vuestro lugar para mostraros, con ejemplos tomados de
los mismos pormenores de vuestras funciones, cómo podéis cumplir en este
sentido vuestro deber y nada más que vuestro deber.
La ley de 28 de marzo se caracteriza por dos disposiciones
que se completan sin contradecirse: de una parte, deja fuera del programa
obligatorio la enseñanza de todo dogma particular; de otra, sitúa en el primer
lugar la enseñanza moral y cívica. La instrucción religiosa pertenece a las
familias y a la iglesia; la instrucción moral a la escuela.
El legislador no ha pretendido, pues, hacer una obra
puramente negativa. Sin duda tuvo como primer propósito separar la escuela de
la iglesia, asegurar la libertad de conciencia de los maestros y de los
alumnos, en suma, diferenciar dos dominios demasiado tiempo confundidos, el de
las creencias que son personales, libres y variables, y el de los conocimientos
que son comunes e indispensables a todos. Pero hay otra cosa en la ley de 28 de
marzo: afirma la voluntad de fundar entre nosotros una educación nacional y de
fundarla en nociones de deber y de derecho que el legislador no vacila en
registrar entre el número de las primeras verdades que nadie puede ignorar.
Para esta parte capital de la educación, es con vos, Señor,
con quien han contado los poderes públicos. Al eximiros de la enseñanza
religiosa no se ha pensado en descargaros de la enseñanza moral: eso os hubiera
quitado lo que constituye la dignidad de vuestra profesión. Por el contrario,
ha parecido absolutamente natural que el maestro, al mismo tiempo que enseña a
escribir y a leer a los niños, les enseñe también esas reglas elementales de la
vida moral que no son menos universalmente aceptadas que las del lenguaje y del
cálculo.
Al encomendaros tales funciones, ¿se ha equivocado el
Parlamento? ¿Ha confiado demasiado en vuestras fuerzas, en vuestra buena
voluntad, en vuestra competencia? Seguramente hubiera merecido este reproche si
hubiese pensado en encargar de golpe a ochenta mil maestros y maestras una
especie de curso ex professo sobre los principios, los orígenes y los fines
últimos de la moral.
¿Pero quién ha concebido nunca nada semejante? Al día
siguiente mismo de la votación de la ley, el Consejo superior de instrucción
pública se ha esforzado en explicaros lo que esperaba de vosotros, y lo ha
hecho en términos que desafían todo equívoco. Encontraréis aquí adjunto un
ejemplar de los programas que ha aprobado y que son para vosotros el más
valioso comentario de la ley; no dejaré de recomendaros bastante que los
releáis y que os inspiréis en ellos.
Encontraréis allí la respuesta a las dos críticas opuestas
que llegan a vosotros.
Unos os dicen: Vuestra misión de educador moral es imposible
de cumplir.
Otros afirman: Ella es banal e insignificante. Esto es
colocar el fin o demasiado alto o demasiado bajo. Dejadme explicaros que la
misión no está ni por encima de vuestras fuerzas, ni por debajo de vuestra
estimación, que ella es muy limitada y sin embargo de una importancia muy
grande, extremadamente sencilla, pero extremadamente difícil.
He dicho que vuestro papel en materia de educación moral es
muy limitado.
No tenéis que enseñar hablando con propiedad nada nuevo,
nada que no os sea familiar como a todas las personas honestas. Y cuando se os
hable de misión y de apostolado, no os dejéis engañar: no sois los apóstoles de
un nuevo evangelio; el legislador no ha querido hacer de vos ni un filósofo, ni
un teólogo improvisado. No os pide nada que no se pueda pedir a todo hombre de
corazón y de sentido. Es imposible que veáis cada día a todos esos niños que se
agrupan en derredor vuestro, escuchando vuestras lecciones, observando vuestra
conducta, inspirándose en vuestros ejemplos, a la edad en que el espíritu se despierta,
en que el corazón se abre, en que la memoria se enriquece, sin que os asalte la
idea de aprovechar esta docilidad, esta confianza, para transmitirles, con los
conocimientos escolares propiamente dichos, los principios mismos de la moral,
entendiendo por ella simplemente esta buena y antigua moral que hemos recibido
de nuestros padres y que todos nos honramos en seguir en las relaciones de la
vida sin tomarnos el trabajo de discutir sus bases filosóficas.
Vos sois el auxiliar y en cierto sentido el suplente de los padres
de familia; hablad, pues, a su hijo como quisierais que se hablase al vuestro;
con fuerza y autoridad, siempre que se trate de una verdad indiscutible, de un
precepto de la moral común; con la mayor reserva, en cuanto corráis el riesgo
de herir un sentimiento religioso del cual no sois juez.
Si a veces os embarga la duda de saber hasta dónde os es
permitido ir en vuestra enseñanza moral, he aquí una regla práctica a la que
podéis ateneros: antes de proponer a vuestros alumnos un precepto, una máxima
cualquiera, preguntaos si se encuentra, al alcance de vuestro conocimiento, un
solo hombre honrado que pueda sentirse ofendido por lo que vais a decir.
Preguntaos si un padre de familia, digo uno sólo, presente en vuestra clase y
que os escuche, podría de buena fe negar su asentimiento a lo que os oiga
decir. Si sí, absteneos de decirlo; si no, hablad resueltamente, pues lo que
vais a comunicar al niño, no es vuestra propia sabiduría, es la sabiduría del
género humano, es una de estas ideas de orden universal que varios siglos de
civilización han hecho entrar en el patrimonio de la humanidad. Por estrecho
que os parezca, tal vez, un círculo de acción así trazado, haceos un deber de
honor de no salir jamás de él, permaneced más acá de este límite antes que exponeros
a franquearlo: no tocaréis jamás con demasiado escrúpulo esta cosa delicada y
sagrada, que es la conciencia del niño.
Pero una vez que así os hayáis encerrado lealmente en la
humilde y segura región de la moral usual, ¿qué se os pide? ¿Discursos? ¿Sabías
disertaciones?
¿Exposiciones brillantes, una docta enseñanza? No, la
familia y la sociedad os piden que las ayudéis a educar bien a sus hijos, a
hacer de ellos personas honradas. Es decir, que ellas no esperan de vos
palabras, sino actos, no una enseñanza más inscrita en el programa, sino un
servicio decididamente práctico que podéis prestar al país más incluso como
hombre que como profesor.
No se trata aquí de una serie de verdades a demostrar sino,
lo que no es menos trabajoso, de una larga serie de influencias morales a
ejercer sobre jóvenes seres, a fuerza de paciencia, de firmeza, de dulzura, de
elevación en el carácter y de poder de persuasión. Se ha contado con vos para
enseñarles a vivir bien por la manera misma como vivís con ellos y ante ellos.
Se ha osado pretender de vos que de aquí a algunas generaciones las costumbres
y las ideas de las poblaciones en medio de las cuales hayáis ejercido
atestigüen los buenos efectos de vuestras lecciones de moral. Será en la
historia un honor particular para nuestro cuerpo docente haber merecido
inspirar a las Cámaras francesas esta opinión, que hay en cada maestro, en cada
maestra, un auxiliar natural del progreso moral y social, una persona cuya
influencia no puede dejar en algún modo de elevar en torno a ella el nivel de
las costumbres. Este papel es demasiado hermoso para que sintáis la necesidad
de agrandarlo. Otros se encargarán más tarde de acabar la obra que bosquejáis
en el niño y de añadir a la enseñanza primaria de la moral un complemento de cultura
filosófica o religiosa.
En lo que os concierne, limitaros al oficio que la sociedad
os asigna y que tiene también su nobleza: poner en el alma de los niños los
primeros y sólidos fundamentos de la simple moralidad.
En tal obra, vos lo sabéis, Señor, no es con dificultades de
teoría y de alta especulación con las que tenéis que mediros; es con defectos,
vicios, groseros prejuicios. No se trata de condenar estos prejuicios —¿no los
condena ya todo el mundo?— sino de hacerlos desaparecer por una sucesión de
pequeñas victorias oscuramente logradas. Así, pues, no basta, con que vuestros
alumnos hayan comprendido y retenido vuestras lecciones, es necesario sobre
todo que su carácter se modifique con ellas: no es en la escuela, es sobre todo
fuera de la escuela como se podrá juzgar lo que ha valido vuestra enseñanza.
Por lo demás, ¿queréis juzgarla vos mismo desde ahora y ver
si vuestra enseñanza está bien comprometida en este sentido, el único bueno?:
indagad si ya ha conducido a vuestros alumnos a algunas reformas prácticas. Les
habéis hablado, por ejemplo, del respeto debido a la ley: si esta lección no
les impide, al salir de la escuela, cometer un fraude, un acto, por leve que
sea, de contrabando o de caza furtiva, no habréis hecho nada todavía; la
lección de moral ha fracasado.
O bien les habéis explicado lo que es la justicia y la
verdad: ¿están lo bastante profundamente penetrados de ellas para preferir
declarar una falta antes que disimularla con una mentira, para negarse a una indelicadeza
o a una injusticia en su favor?
Habéis combatido el egoísmo y elogiado la abnegación: ¿han
abandonado, momentos después, a un camarada en peligro para no pensar más que
en ellos mismos? Vuestra lección tiene que volver a comenzar.
Y que estas recaídas no os descorazonen. No es obra de un
día formar o reformar un alma libre. Indudablemente son necesarias muchas
lecciones, lecturas, máximas escritas, copiadas, leídas y releídas; pero son
necesarios, sobre todo, ejercicios prácticos, esfuerzos, actos, hábitos. Los
niños tienen que hacer en moral un aprendizaje, exactamente igual que en
lectura o en cálculo. El niño que sabe reconocer y reunir letras no sabe
todavía leer; el que sabe trazarlas una tras otra no sabe escribir. ¿Qué le
falta al uno y al otro? La práctica, el hábito, la facilidad, la rapidez y la
seguridad de la ejecución. Asimismo, el niño que repite los primeros preceptos
de la moral no sabe aún conducirse: es necesario que se ejercite aplicándolos
corrientemente, ordinariamente, casi por instinto; solamente entonces habrá
pasado la moral de su espíritu a su corazón y de ahí pasará a la vida; no podrá
olvidarla nunca.
De este carácter enteramente práctico de la educación moral
en la escuela primaria, me parece fácil obtener las reglas que deben guiaros en
la elección de vuestros medios de enseñanza.
Un solo método os permitirá obtener los resultados que
deseamos. Es el que el Consejo Superior os ha recomendado: pocas fórmulas,
pocas abstracciones, muchos ejemplos y sobre todo ejemplos tomados de la vida
real. Estas lecciones exigen otro tono, otra actitud que todo el resto del
curso, no sé qué de más personal, de más íntima, de más grave. No es el libro
el que habla, no es tampoco el funcionario, es, por decirlo así, el padre de
familia en toda la sinceridad de su convicción y de su sentimiento.
¿Quiere esto decir que se os pueda pedir que os mantengáis
en una especie de improvisación perpetua sin alimento y sin apoyo exterior?
Nadie ha pensado en ello, y muy lejos de carecer de apoyo, los medios externos
que se os han ofrecido no pueden turbaros más que por su riqueza y su
diversidad. Filósofos y publicistas, algunos de los cuales se cuentan entre los
más autorizados de nuestro tiempo y de nuestro país, han considerado como un
honor hacerse colaboradores vuestros, han puesto a vuestra disposición lo que
su doctrina tiene de más puro y más elevado. Desde hace algunos meses, vemos
aumentar casi de semana en semana el número de los manuales de instrucción
moral y cívica. Nada prueba mejor el valor que la opinión pública concede al
establecimiento de una intensa cultura moral por la escuela primaria. La
enseñanza laica de la moral no es, pues, considerada ni imposible, ni inútil,
ya que la medida decretada por el legislador ha despertado en seguida un eco
tan poderoso en el país.
Aquí es, sin embargo, donde importa distinguir más de cerca
entre lo esencial y lo accesorio, entre la enseñanza moral que es obligatoria y
los medios de enseñanza que no lo son. Si algunas personas poco al corriente de
la pedagogía moderna han podido creer que nuestros libros escolares de
instrucción moral y cívica iban a ser una especie de catecismo nuevo,
constituye ello un error que ni vos, ni vuestros colegas, ha podido cometer.
Sabéis demasiado bien que bajo el régimen de libre examen y de libre
concurrencia que es el derecho común en materia de bibliografía clásica, ningún
libro os es impuesto por la autoridad universitaria. Como todas las obras que
empleáis, y más aún que todas las demás, el libro de moral es en vuestras manos
un auxiliar y nada más, un instrumento del que os servís sin ser serviles
respecto a él.
Las familias se formarían un juicio equivocado sobre el
carácter de vuestra enseñanza moral si pudieran creer que consiste sobre todo
en el uso exclusivo de un libro por más excelente que sea. Es a vos a quien os
toca poner la moral al alcance de todas las inteligencias, aun de aquellas que
no tuvieran para seguir vuestras lecciones el auxilio de ningún manual; y éste
será el caso desde luego en el curso elemental. Con niños pequeños que no hacen
más que empezar a leer, un manual especial de moral y de instrucción cívica
sería manifiestamente inútil. En este primer grado, el Consejo superior os
recomienda, con preferencia al estudio prematuro de un tratado cualquiera, esas
charlas familiares en la forma, sustanciales en el fondo, esas explicaciones
seguidas de lecturas y de lecciones diversas, esos mil pretextos que os ofrecen
la clase y la vida de todos los días para ejercitar el sentido moral del niño.
En el curso medio, el manual no es otra cosa que un libro de
lecturas que se agrega a los que ya poseíais. Incluso aquí, el Consejo, lejos
de prescribiros un encadenamiento riguroso de doctrinas, ha querido dejaros en
libertad para variar vuestros procedimientos de enseñanza: el libro no
interviene más que para proporcionaros una selección ya hecha de buenos
ejemplos, de sabias máximas y de relatos que ponen la moral en acción.
Por último, en el curso superior, el libro se convierte
sobre todo en un medio útil de revisar, de fijar y de coordinar; es como la
recopilación metódica de las principales ideas que deben grabarse en el
espíritu del muchacho.
Pero, como veis, en estos tres grados lo que importa no es
la acción del libro, es la vuestra. No convendría que el libro viniese de algún
modo a interponerse entre vuestros alumnos y vos, a enfriar vuestra palabra, a
embotar la impresión sobre el alma de los alumnos, a reduciros al papel de
simple repetidor de la moral. El libro está hecho para vos, y no vos para el
libro. Es vuestro consejero y vuestro guía; pero sois vos quien debéis ser el
guía y el consejero por excelencia de vuestros alumnos.
Para daros todos los medios de nutrir vuestra enseñanza
personal con la sustancia de las mejores obras, sin que el azar de las
circunstancias os encadene exclusivamente a tal o cual manual, os envío la
lista completa de los tratados de instrucción moral y de instrucción cívica que
han sido adaptados este año por los maestros en los diversos distritos universitarios;
la biblioteca pedagógica de la capital del partido los recibirá del ministerio,
si no los posee ya, y los pondrá a vuestra disposición. Una vez hecho este
examen, quedáis en libertad, bien de tomar una de estas obras para hacer de
ella uno de los libros de lectura habitual de la clase; o bien de utilizar
varias conjuntamente, tomadas todas, bien entendido, de la lista general
adjunta; incluso podéis reservaros el escoger vos mismo, en diferentes autores,
extractos destinados a ser leídos, dictados, aprendidos. Es justo que gocéis en
este respecto de tanta libertad como responsabilidad tenéis. Pero cualquiera
que sea la solución que prefiráis, no lo repetiré bastante, haced siempre
comprender que ponéis vuestro amor propio, o más bien vuestro honor, no en
adoptar tal o cual libro, sino en hacer penetrar profundamente en las jóvenes
generaciones la enseñanza práctica de las buenas reglas y de los buenos
sentimientos.
Depende de vos, Señor, estoy convencido de ello, apresurar
por vuestra manera de proceder el momento en que esta enseñanza será en todas
partes no solamente aceptada, sino apreciada, honrada, amada, como merece
serlo. Las mismas poblaciones cuyas inquietudes se ha tratado de excitar no
resistirán mucho tiempo a la experiencia que se hará ante sus ojos. Cuando
ellas os hayan visto manos a la obra, cuando reconozcan que no tenéis otro
prejuicio que hacer a sus hijos más instruidos y mejores, cuando observen que
vuestras lecciones de moral comienzan a producir efectos, que sus hijos sacan
de vuestra clase mejores hábitos, maneras más dulces y más respetuosas, mayor
rectitud, mayor obediencia, más gusto por el trabajo, más sumisión al deber, en
suma, todos los signos de una incesante mejora moral, entonces la causa de la
escuela laica se habrá ganado, el buen sentido del padre y el corazón de la
madre no se engañarán, y éstos no tendrán necesidad de que se les enseñe lo que
os deben en estima, confianza y gratitud.
He intentado daros, Señor, una idea lo más precisa posible
de una parte de vuestra tarea que es, en ciertos aspectos, nueva, y que de
todas es la más delicada; permitidme que añada que es también la que os dejará
más íntimas y más duraderas satisfacciones. Quedaría satisfecho si hubiera
contribuido con esta carta a mostraros toda la importancia que pone en esto el
gobierno de la República, y si os hubiera decidido a redoblar los esfuerzos
para preparar en nuestro país una generación de buenos ciudadanos.
Recibid, Señor Maestro, la expresión de mi consideración
distinguida.
El Presidente del
Consejo de Ministros,
Ministro de Instrucción
Pública y Bellas Artes,
Julio Ferry
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