Disertación del Presidente de la República del
Uruguay
TABARÉ VÁZQUEZ
durante su visita el 14 de julio de 2005
GRAN LOGIA DE LA MASONERÍA DEL URUGUAY
Señores, el Presidente de la República
Oriental del Uruguay es el Presidente de todos los uruguayos y es en ese
carácter, el de Presidente de todos los uruguayos, que vengo a la sede de la Gran Logia de la Masonería del Uruguay.
Vengo como antes vinieron otros Presidentes de la República.
Vengo como también he ido, por citar apenas algunas visitas, al Comando General del Ejército, a la Universidad de la República, a la Intendencia Municipal de Rivera, al PIT/CNT, al Arzobispado de Montevideo, a la nueva planta de CONAPROLE o a la Terminal Portuaria Cuenca del Plata. En estos sitios, como en
tantos otros, hay ciudadanos uruguayos comprometidos con su país, con sus
conciudadanos y consigo mismos.
¿Por qué, entonces, no
han de tener los ciudadanos la posibilidad de invitar y recibir al Presidente
de la República para considerar asuntos que hacen al devenir cotidiano de la
sociedad y a la vida de cada uno de ellos?
Conciudadanos: Podría ser ésta una visita de cortesía. Pocos
minutos, un saludo protocolar y se acabó; misión cumplida. Sin embargo, no es
ésa nuestra misión ni es ése nuestro estilo. Pero, además, en la actual
circunstancia histórica del Uruguay, nuestra sociedad no necesita gestos;
necesita estrategia de país; necesita políticas de desarrollo; y necesita
acciones concretas que hagan realidad los anhelos y los derechos de tantos y
tantos compatriotas.
Los uruguayos no necesitamos protocolo; necesitamos
reconocernos y dialogar para concretar esas políticas imprescindibles si
queremos desarrollarnos como sociedad y consolidarnos como nación. Es con ese
ánimo que quiero compartir con ustedes algunas reflexiones (muy preliminares y
por tanto abiertas a aportes) sobre un tema importante, apasionante y a menudo
polémico que sin duda no es nuevo en este ámbito ni es nuevo en el país: me
refiero a la laicidad.
Señores: ¿De qué hablamos cuando hablamos de laicidad?
Responder esta interrogante requiere, en primer lugar, una precisión
terminológica. No es un detalle menor. La palabra laicidad, como el término
laicismo, derivan de laico pero, obviamente, laico, laicismo y laicidad no son
lo mismo. Etimológicamente, "laico"
deriva del griego "laos",
que significa "pueblo", y
de "ikos", sufijo que
denota "pertenencia a un grupo.
Así, entonces, en la Antigua Grecia la expresión "laico" se usaba en referencia a la población común en cuanto
se grupo diferenciado de los gobernantes. Es en las primeras traducciones de la
Biblia hebraica al griego que la palabra laico comienza a ser utilizada en
tanto "cosa no consagrada a Dios".
Así, por ejemplo, el "pan laico"
o el "territorio laico" en
contraste con el "pan consagrado"
o el "territorio consagrado".
Simultáneamente y poco a poco, la comunidad cristiana comienza a usar la
palabra "laico" en referencia a los fieles que no ejercen un
ministerio en la comunidad. Recién hacia la Edad Media los laicos, en el
sentido de "fiel no consagrado al
ministerio cristiano" dejan de ser una categoría sociológica para
convertirse en una categoría religiosa. El famoso decreto del monje y teólogo
Graciano en el año 1140 lo expresa claramente: "Hay dos clases de cristianos: los destinados al servicio divino y
dedicados a la contemplación y a la oración, que se apartan del estruendo de
las cosas temporales. Son los clérigos y consagrados a Dios... Hay otra clase
de cristianos. Son los laicos pues laos significa pueblo. A éstos se les
permite tener bienes temporales, pero sólo para su uso. Porque no hay nada más
lamentable que despreciar a Dios por el dinero. Se les concede casarse,
cultivar la tierra, actuar como jueces, pleitear, llevar ofrendas al altar,
pagar los diezmos. Y de este modo se pueden salvar, siempre que, haciendo el
bien, eviten los vicios".
Lo que pasó después es una larga historia ya conocida y que
no vamos a repasar aquí. En todo caso digamos que la palabra "laicismo" expresa la reacción a un
largo proceso de desvalorización de lo laico y de intransigencia e intervención
de las autoridades eclesiásticas en los asuntos civiles. También expresa el no
menos extenso y complejo proceso de avances científicos; transformaciones
sociales, culturales y económicas; y desarrollo del Estado moderno como tal así
como aspectos específicos de algunos Estados en particular.
El laicismo profesa la autonomía absoluta del individuo o la
sociedad respecto a la religión, la cual pasa a ser un asunto privado que no ha
de influir en la vida pública. Entonces, volviendo a la interrogante planteada
hace un momento: ¿de qué hablamos cuando hablamos de laicidad?
Señores: En nuestra opinión, la laicidad es un marco de
relación en el que los ciudadanos podemos entendernos desde la diversidad pero
en igualdad. La laicidad es garantía de respeto al semejante y de ciudadanía en
la pluralidad. O dicho de otra manera: la laicidad es factor de democracia. Y
si la democracia es, entre otras cosas, dignidad humana, autonomía y capacidad
de decisión, la laicidad es generar las condiciones para que la gente decida
por sí misma en un marco de dignidad. Desde esa perspectiva, la laicidad no
inhibe al factor religioso. ¡Cómo va a inhibirlo si, al fin y al cabo, el hecho
religioso es la consecuencia del ejercicio de derechos consagrados en tantas
declaraciones universales y en tantos textos constitucionales!!
La laicidad no es incompatible con la religión; simplemente
no confunde lo secular y lo religioso. "Si fuera tan simple no habría tanta polémica", estarán
pensando en este preciso instante varios de ustedes. Es verdad: la polémica
existe. Pero, ¡cuidado! Una cosa es la polémica y otra es el griterío. Una cosa
es debatir sobre la laicidad en tanto marco siempre perfectible de relación
entre los ciudadanos y otra, bien diferente y deplorable por cierto, es gritar
en nombre de la laicidad o en contra de ella. Digo esto porque en nombre o en
contra de la laicidad se grita mucho. También se calla mucho, justo es decirlo;
en unos casos pretendiendo fortalecerla y en otros intentando exactamente lo contrario.
Y digo también que quienes tanto gritan o tanto callan respecto a la laicidad
no hacen más que vulnerarla en lo que ella significa como factor de democracia.
Se falta a la laicidad cuando se impone a la gente. Pero
también se falta a la laicidad cuando se priva a la gente de acceder al
conocimiento y a toda la información disponible. La laicidad no es empujar por
un solo camino y esconder otros.
La laicidad es mostrar todos los caminos y poner a
disposición del individuo los elementos para que opte libre y responsablemente
por el que prefiera. La laicidad no es la indiferencia del que no toma partido.
La laicidad es asumir el compromiso de la igualdad en la diversidad. Igualdad
de derechos, igualdad de oportunidades, igualdad ante la ley, igualdad ante la
vida...
Señores: Desde esta perspectiva creo que en materia de
laicidad los uruguayos hemos hecho mucho, pero no hemos hecho todo. Lo que
queda por hacer en materia de laicidad hemos de hacerlo entre todos, cada uno
desde su propia identidad, y en diálogo con un proyecto de país con el cual
todos podamos sentirnos identificados y en cuya construcción todos nos
involucremos. Porque la laicidad, lejos de ser una isla, es un puente. Y lejos
de ser un objeto de veneración, es una actitud cotidiana; cotidiana y humana.
Tal vez pueda parecer una perogrullada hacer referencia al ser humano en una
temática como ésta. Sin embargo, basta asomarse a determinadas realidades
cotidianas para constatar también que nunca estará demás poner el acento en el hombre.
¿Qué laicidad puede existir en la guerra o hay en el
terrorismo? ¿Qué marco de relaciones sobre bases de igualdad hay en una
sociedad fragmentada? ¿Qué puede significar la laicidad para quienes viven
-mejor dicho, sobreviven- en el desamparo social? "... Señora: en este momento yo no creo en nada más, sino en que me
estoy muriendo de hambre...", respondió el famélico Cándido a una
mujer que antes de darle un pedazo de pan le preguntaba si creía en Dios o
acaso era el Anticristo.
Señores: La laicidad, en tanto marco de relaciones humanas,
ha de tener a los hombres y a las mujeres como raíz y horizonte. La laicidad,
en lo que ella tiene de interacción entre lo secular y lo religioso, ha de
tener al ser humano como razón y objetivo. Y la polémica -no el griterío, sino
la polémica- sobre ese puente nunca perfecto pero siempre perfectible que es la
laicidad, ha de tener también a la dignidad humana como objetivo fundamental e
irrenunciable.
Señores: Tal vez lo que he dicho no les ha resultado
novedoso ni convincente y probablemente no sea "la verdad”. Pero es mi visión de la verdad que pienso sobre esta
temática. Y he querido compartirla con ustedes en tanto ciudadanos
comprometidos con ustedes mismos, con sus semejantes, con esta institución y
con nuestro país.
Señores: Permítanme finalizar este encuentro refiriendo a
"Natán el sabio", una obra
escrita en 1778 por Gotthold Ephraim
Lessing y que junto al "Ensayo
sobre la tolerancia" de Locke
y el "Tratado sobre la tolerancia"
de Voltaire, es un clásico sobre este
asunto. La obra de Lessing tiene por
escenario a la Jerusalén en tiempos de las Cruzadas y sus protagonistas son
Saladino, el sultán musulmán; Natán, un sabio judío; y El Templario, un
guerrero cristiano. Las tres "fes"
están enfrentadas y como cada una de ellas pretende ser dueña exclusiva de la
verdad, la guerra continúa entre musulmanes y cristianos. Saladino quiere la
paz y convencido de que si alguna de las partes en conflicto demostrara la
verdad de su pretensión el conflicto se acabará, convoca a Natán y le pregunta:
"Tú que eres sabio, demuéstrame por
qué tu religión es la verdadera". Natán le responde con una parábola.
Según la misma, un hombre rico poseía un anillo el cual tenía la cualidad de
hacer a su portador querido por Dios y por los hombres. Durante generaciones
ese anillo pasó en herencia al hijo predilecto del padre. Hasta que un padre se
encontró con la difícil decisión de tener que elegir al heredero del anillo
entre sus tres hijos igualmente queridos. Entonces decidió hacer dos réplicas
del anillo original. Próximo a su muerte, cada hijo recibió un anillo pensando
cada cual que tenía el único verdadero. Cuando se vieron los tres frente a
frente, portando cada cual su anillo, empezó la guerra por el reconocimiento
del anillo verdadero. Tras varios años de guerra y sufrimientos, los hermanos
decidieron acudir a un juez para que dirimiera el caso. El juez les preguntó
quién era el más querido por los demás, y como ninguno pudo responder, les
dijo: "pensad que vuestro padre no
os ha engañado, sino que quizás no quiso someterse a la tiranía de un único
anillo verdadero". Y sentenció: "de ahora en adelante, cada uno de ustedes intentará hacer verdadero su
anillo, esforzándose por ser querido de los demás".
Señores: La parábola con que Natán responde a Saladino está
inspirada en un relato oriental del siglo VIII. Tiene más de mil años, pero
sigue tan vigente como entonces. Es que ni entonces ni ahora la verdad, la
verdad tiene dueño. Nadie la tiene, pero todos la buscamos. Es un impulso
humano. Y el fundamento de esa búsqueda es, precisamente, nuestra común
condición de humanos. Natán -auténtico signo del hombre moderno- enseñó que
antes que judíos, cristianos o musulmanes, somos humanos y como tales buscamos
"ser queridos por los demás"
o, dicho de otra manera, "ser mejores”.
"Ser mejores" no es lo
mismo que "tener más". Es
mucho más importante. "Ser mejores"
es reconocerse en los semejantes y entre todos, en ese marco de relaciones
desde la diversidad y en igualdad que es la laicidad, construir un Uruguay
mejor para todos.
Muchas gracias.
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